(1530) Nos ha dado
el cronista el sorprendente dato de que, en Las Indias, también los
españoles eran víctimas muy abundantes de las epidemias de viruela. Y nos dice,
asimismo, que había costumbre de
practicar aislamientos como único modo de protegerse. Por otra parte, ya
sabemos por el Decameron, de Bocaccio (año 1351), que lo mismo se hacía en
Europa con las epidemias de peste: “Sólo se libró en este Nuevo Reino de Ganada
la ciudad de Pamplona, por el vigilante cuidado que tuvo el Corregidor de
Tunja, Antonio José, que se ocupó en aquella ciudad de hacer con rigor que no entrasen
en ella los de fuera. Fue tan grande en general la mortandad de este contagio
pestilente, que no daban abasto los sacerdotes y religiosos de todas Ordenes, y
solían meter en una fosa hasta doscientos cuerpos (ni que decir tiene que
los clérigos arriesgaban heroicamente su vida). Y era cosa maravillosa ver
cómo también los infieles pedían el santo Bautismo, buscando la vida eterna, asustados
por los temores de la muerte. Estas prisas fueron causa, como lo cuenta el
Padre Fray Luis López, de la Orden de Santo Domingo, en un libro suyo, de que
un labrador ignorante que se hallaba cerca de algunos pueblos de indios, viendo
la falta que había de sacerdotes, se dispusiese a bautizar a los infieles que le
pedían el Baptismo”. Sabiendo que era un laico, el labrador se puso a bautizar
a indios en masa, pero luego se sintió preocupado temiendo que su ceremonia no
tuviera valor de salvación. Lo extraño fue que el propio Fray Luis López dio
entonces por no válidos aquellos bautismos. El cronista Fray Pedro Simón se
limita a decir que tiene dudas al respecto, pero lo cierto es que, al menos en
tiempos posteriores, si no había un clérigo presente, cualquier laico tenía la grave
obligación de bautizar a quien lo pidiese estando en peligro de muerte. Los
médicos no conseguían dar con ningún remedio definitivo para la enfermedad, y,
como solía ocurrir, la desesperación les llevaba a confiar en un último
recurso, el deseo de un milagro divino: “Los
vecinos de la ciudad de Tunja decidieron llevar a su iglesia la imagen de
Nuestra Señora de Chiquinquirá, que es famosísima en milagros. Fue tanta la
devoción de los indios por donde se iba pasando con la Virgen, que salían en
masa a a recibirla y guardaban como reliquias las gotas de cera que caían de la
velas. La ciudad de Tunja recibió con gran aplauso la imagen de la Virgen,
colocándola en una capilla de la Iglesia Mayor. Españoles e indios acudían de todas
partes pidiéndole socorro con angustias tan de muerte, que, como Princesa de la
vida, tuvo a bien concederlo, poniendo
fin a la enfermedad, que no duró más de seis meses”.
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