martes, 17 de enero de 2023

(1930) La epidemia de viruela en Colombia fue espantosa. Solo se libró la ciudad de Pamplona porque se encargó el Corregidor Antonio José de que nadie entrara en ella.

 

     (1530)  Nos ha dado  el cronista el sorprendente dato de que, en Las Indias, también los españoles eran víctimas muy abundantes de las epidemias de viruela. Y nos dice, asimismo, que había costumbre de  practicar aislamientos como único modo de protegerse. Por otra parte, ya sabemos por el Decameron, de Bocaccio (año 1351), que lo mismo se hacía en Europa con las epidemias de peste: “Sólo se libró en este Nuevo Reino de Ganada la ciudad de Pamplona, por el vigilante cuidado que tuvo el Corregidor de Tunja, Antonio José, que se ocupó en aquella ciudad de hacer con rigor que no entrasen en ella los de fuera. Fue tan grande en general la mortandad de este contagio pestilente, que no daban abasto los sacerdotes y religiosos de todas Ordenes, y solían meter en una fosa hasta doscientos cuerpos (ni que decir tiene que los clérigos arriesgaban heroicamente su vida). Y era cosa maravillosa ver cómo también los infieles pedían el santo Bautismo, buscando la vida eterna, asustados por los temores de la muerte. Estas prisas fueron causa, como lo cuenta el Padre Fray Luis López, de la Orden de Santo Domingo, en un libro suyo, de que un labrador ignorante que se hallaba cerca de algunos pueblos de indios, viendo la falta que había de sacerdotes, se dispusiese a bautizar a los infieles que le pedían el Baptismo”. Sabiendo que era un laico, el labrador se puso a bautizar a indios en masa, pero luego se sintió preocupado temiendo que su ceremonia no tuviera valor de salvación. Lo extraño fue que el propio Fray Luis López dio entonces por no válidos aquellos bautismos. El cronista Fray Pedro Simón se limita a decir que tiene dudas al respecto, pero lo cierto es que, al menos en tiempos posteriores, si no había un clérigo presente, cualquier laico tenía la grave obligación de bautizar a quien lo pidiese estando en peligro de muerte. Los médicos no conseguían dar con ningún remedio definitivo para la enfermedad, y, como solía ocurrir, la desesperación les llevaba a confiar en un último recurso, el deseo de un  milagro divino: “Los vecinos de la ciudad de Tunja decidieron llevar a su iglesia la imagen de Nuestra Señora de Chiquinquirá, que es famosísima en milagros. Fue tanta la devoción de los indios por donde se iba pasando con la Virgen, que salían en masa a a recibirla y guardaban como reliquias las gotas de cera que caían de la velas. La ciudad de Tunja recibió con gran aplauso la imagen de la Virgen, colocándola en una capilla de la Iglesia Mayor. Españoles e indios acudían de todas partes pidiéndole socorro con angustias tan de muerte, que, como Princesa de la vida, tuvo a bien concederlo, poniendo  fin a la enfermedad, que no duró más de seis meses”.




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