(1474) El Gobernador Don Alonso de Lugo,
tras devolver a los vecinos del Cabo de la Vela las perlas que había cogido de
la Caja Real, partió precipitadamente del lugar y llegó navegando a la Habana. Fay
Pedro Simón nos cuenta: “Allí estaba al mando el Licenciado Juanes Dávila (era
un hombre muy corrupto), quien, por una orden recibida de la Audiencia de
Santo Domingo, le prendió y le embargó sus bienes y el navío, pero Don Alonso se
dio tan buena maña, que, con cuatro mil ducados que le metió en la manga, quedó
libre, sin que le costara nada, porque luego los recuperó judicialmente. Sin
más problemas, pudo llegar hasta España, donde le pusieron mil pleitos, en
especial por parte de los representantes del Capitán Gonzalo Suárez, que, además,
exigían que volviera al Nuevo Reino de Granada para someterse al preceptivo
Juicio de Residencia. De esto se libró, pero se vio obligado a restituir algo
de lo que le debía a Gonzalo Suárez. Terminados los pleitos, y tras estar
algunos años en la Corte, le nombró Su Majestad Capitán General de unos tres
mil hombres de la caballería para marchar de expedición a Córcega, yendo en su
compañía Don García de Mendoza, quien después fue Virrey de Perú”. En su
llegada a Córcega, tuvo un gran éxito militar conquistando varias poblaciones.
De allí fue a Milán, participando en varios grupos de ataque que cercaban la
ciudad. Y el poco recomendable Alonso de Lugo, actuó sin embargo con una
valentía excepcional. Así lo cuenta el cronista: “Demostrando la nobleza de sus
venas, obligó a los cercados a someterse al yugo de Carlos V, pero él tuvo que
someterse al de la muerte, pues aquella misma noche murió. Algunas horas antes,
se produjo en su casa un estruendo tal, que huyeron los criados. Se presentaron
su primo Francisco Bahamón de Lugo, Cristóbal Vázquez de Dávila y otros
caballeros. Oyeron al entrar en el aposento ruido de armas, como si peleara
mucha gente, y le hallaron sentado en su cama con el estoque en la mano y una
sábana envuelta en el brazo izquierdo. Al preguntarle qué le ocurría,
respondió: ‘No estoy loco, sino que he necesitado todo el valor que Dios me dio
para saber morir como cristiano, pues ha permitido que muchos demonios en forma
de hombres me aflijan con sus armas, y quiero que me traigan a mi confesor
porque siento que me muero’. Se lo trajeron, y los médicos dijeron que se iba
acabando a toda prisa, a causa del gran molimiento con que había quedado del
combate. Se confesó, y tras
haber ordenado muy rápidamente las cosas de su alma, y las de su hacienda en un
breve testamento, recitó un Credo e hizo una manifestación de fe católica.
Finalmente, ya sereno y con sosiego, se apoyó sobre el brazo del Capitán
Cristóbal Vázquez Dávila diciendo: ‘Vamos a ver este gran secreto’, y expiró”. (La
incógnita del más allá).
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