(1342) Aunque hacía falta que fuera un
soldado español a parlamentar con los mapuches para poder traer una versión
fiable de sus intenciones, no era nada fácil la tarea. Sin embargo, el hecho de
tener prisionero a uno de sus caciques, Tureulipe, mitigaba el riesgo, y, con
este panorama, se ofreció voluntario a correr la aventura el sargento asturiano
Pedro Meléndez. Partió en septiembre de 1612, y no tuvo problemas con los
mapuches, e incluso los indios principales lo trataron bien y dieron muestras
de querer la paz, aunque era un simple fingimiento. Como era de esperar, al
volver Meléndez, el padre Valdivia dio por hecho que la paz estaba ya al
alcance de las manos. El preso Tuleuripe le siguió el juego, dejándole
convencido de que, si lo ponían en libertad, él conseguiría con facilidad
convencer a todos los caciques mapuches para terminar la guerra. Fue inútil que
Ribera y otros capitanes le hiciesen ver al padre Valdivia lo arriesgado que era
dejar libre a un indio tan peligroso, pero él insistió en su parecer, e hizo
valer los poderes que le había otorgado el virrey de Perú. A finales de octubre
salió de Concepción llevando consigo a Tureulipe, para ir a negociar con los
caciques mapuches. Cuando llegaron ante el gran cacique Anganamón, se efectuó
el canje de los prisioneros: "Los
indios entregaron al alférez don Alonso de Quesada y al soldado Juan de Torres,
y recibieron al cacique Tureulipe, que no cesaba de mostrar deseos de ver
establecida la paz, así como al hijo de
un cacique apresado por los españoles hacía poco tiempo. El padre Valdivia habló
a los indios de las disposiciones que acababa de dictar el Rey para establecer
la paz. Ellos se mostraron dispuestos a dejar las armas, pero dijeron que les
era necesario ponerse de acuerdo con las tribus de La Imperial y de Villarrica
para conseguir la pacificación del país. Ellos mismos se ofrecían a ir a
entablar esas negociaciones, y a volver en poco tiempo a Paicaví para
perfeccionar la paz. El padre Valdivia expresó su deseo de que llevasen en su
compañía a dos jesuitas para que éstos comenzasen la predicación religiosa y
preparasen los ánimos de aquellas tribus en favor de los arreglos pacíficos,
pero el cacique Anganamón y sus compañeros contestaron que sería mejor aplazar
la entrada de los padres para cuando ellos volvieran a terminar el pacto que
habían iniciado. En la mañana del 9 de diciembre volvieron los indios que habían
acudido al parlamento de Paicaví. El padre Valdivia, estando ya en Concepción,
había resuelto que, para una nueva negociación, fueran estos indios con dos
jesuitas, y su elección había recaído en los padres Martín Aranda y Horacio
Vechi, muy entregados a la conversión de los nativos y conocedores de su idioma.
Debía acompañarlos también un hermano coadjutor llamado Diego de Montalván. Esta resolución,
hija de la más temeraria ceguera, fue combatida ardorosamente por el Gobernador
y por todos sus capitanes: 'La entrada de los padres fue contra la voluntad de
todo el ejército, le escribió Ribera al Virrey, y no hubo hombre que no les
tuviese lástima. Pero fue un asunto que
corrió sólo por cuenta del padre Valdivia, como Vuestra Excelencia lo verá por
las copias de sus cartas que le envío, donde claramente dice que obedece a
impulsos del Espíritu Santo, y a las órdenes de su provincial. Y si yo me
opusiera a esto, habría dicho el padre Luis de Valdivia que yo impedía la paz.
Se le dieron todas las razones, además de las que él vio por sus ojos y oyó a
los indios, y hasta a las mujeres del cacique Anganamón, pero nada sirvió para
que dejara de enviar a los padres". También el jesuita Luis de Valdivia
era un hombre valiente, pero víctima de su espíritu de iluminado
providencialista, muy propio de un fanático.
(Imagen) Cumpliendo la insensata orden del
padre Valdivia, los jesuitas Martín Aranda, Horacio Vechi y Diego de Montalbán
fueron adonde los mapuches para convencerlos de que aceptaran una alianza de
paz definitiva: "Además, el padre Valdivia, al dejar libre al cacique
Utablame y a otro indio les facilitó una nave 'para que se sepa que se confía
mucho en la paz que han aceptado'. El
gobernador Ribera, muy preocupado y disgustado por el viaje de los tres jesuitas,
se fue a Arauco, mientras el padre Valdivia se dedicó a redactar un escrito
sobre lo ocurrido, para que en Concepción, en Santiago, en Lima y en España se
conociesen las grandes ventajas alcanzadas por sus esfuerzos con el fin de
llegar a la completa pacificación de los indios. Durante el inicio de la marcha
de los tres jesuitas todo transcurrió en la mayor tranquilidad. Y así, le escribieron
al padre Valdivia llenos de satisfacción por el buen recibimiento que se les
hacía y por la llegada de otros indios que parecían dispuestos a aceptar la
paz. 'El contento que todos tienen de vernos en su tierra, escribían los
padres, es increíble. Un indio explorador que hay aquí nos dice que toda la
tierra está tranquila, y que ya no hay persona que contradiga esta paz, porque
están todos convencidos de que no hay fraude ninguno de nuestra parte, que es
lo que se temían. Mañana acabarán de mandar mensajeros a otras partes, y se han
comprometido a arriesgar las vidas si hiciera falta hasta que lleguemos a
nuestro destino. Todo va hasta ahora muy bien, y esperamos que Nuestro Señor nos
dará muy buenos logros'. Aquel contento de los bárbaros, que los padres creían
un signo de paz, eran, por el contrario, los preparativos para ejecutar un acto
de la más feroz perfidia. En la tarde del 14 de diciembre, los indios hicieron
alto cerca de las orillas del lago de Lanalhue. En la mañana siguiente,
llegaron al campamento muchos indios de Purén, y entre ellos los arrogantes
caudillos Anganamón, Tureulipe y Ainavilu. No se hizo esperar largo tiempo la
consumación del crimen que aquellos salvajes tenían preparado. Los tres padres
jesuitas fueron despojados de sus vestidos y llevados a un sitio abierto y
despejado donde los piqueros pudieran esgrimir cómodamente sus armas, siendo allí
alanceados inhumanamente. El padre Aranda recibió, además, un macanazo en la
cabeza que, sin duda, acabó de quitarle la vida. Sus cuerpos, desnudos y
cubiertos de heridas, fueron dejados en el campo. Después de esta matanza tan
pérfida como brutal, los indios se dispersaron en todas direcciones para huir de
la persecución de los españoles, que creían inevitable". En la imagen,
versión artística de la atroz muerte de los tres jesuitas en Elicura.
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