lunes, 6 de junio de 2022

(1742) La terquedad del jesuita Luis de Valdivia le costó la vida a tres misioneros compañeros suyos. Pero nada ni nadie le hará renunciar a su sistema para pacificar a los mapuches.

 

    (1342) Aunque hacía falta que fuera un soldado español a parlamentar con los mapuches para poder traer una versión fiable de sus intenciones, no era nada fácil la tarea. Sin embargo, el hecho de tener prisionero a uno de sus caciques, Tureulipe, mitigaba el riesgo, y, con este panorama, se ofreció voluntario a correr la aventura el sargento asturiano Pedro Meléndez. Partió en septiembre de 1612, y no tuvo problemas con los mapuches, e incluso los indios principales lo trataron bien y dieron muestras de querer la paz, aunque era un simple fingimiento. Como era de esperar, al volver Meléndez, el padre Valdivia dio por hecho que la paz estaba ya al alcance de las manos. El preso Tuleuripe le siguió el juego, dejándole convencido de que, si lo ponían en libertad, él conseguiría con facilidad convencer a todos los caciques mapuches para terminar la guerra. Fue inútil que Ribera y otros capitanes le hiciesen ver al padre Valdivia lo arriesgado que era dejar libre a un indio tan peligroso, pero él insistió en su parecer, e hizo valer los poderes que le había otorgado el virrey de Perú. A finales de octubre salió de Concepción llevando consigo a Tureulipe, para ir a negociar con los caciques mapuches. Cuando llegaron ante el gran cacique Anganamón, se efectuó el canje de los prisioneros:  "Los indios entregaron al alférez don Alonso de Quesada y al soldado Juan de Torres, y recibieron al cacique Tureulipe, que no cesaba de mostrar deseos de ver establecida la paz,  así como al hijo de un cacique apresado por los españoles hacía poco tiempo. El padre Valdivia habló a los indios de las disposiciones que acababa de dictar el Rey para establecer la paz. Ellos se mostraron dispuestos a dejar las armas, pero dijeron que les era necesario ponerse de acuerdo con las tribus de La Imperial y de Villarrica para conseguir la pacificación del país. Ellos mismos se ofrecían a ir a entablar esas negociaciones, y a volver en poco tiempo a Paicaví para perfeccionar la paz. El padre Valdivia expresó su deseo de que llevasen en su compañía a dos jesuitas para que éstos comenzasen la predicación religiosa y preparasen los ánimos de aquellas tribus en favor de los arreglos pacíficos, pero el cacique Anganamón y sus compañeros contestaron que sería mejor aplazar la entrada de los padres para cuando ellos volvieran a terminar el pacto que habían iniciado. En la mañana del 9 de diciembre volvieron los indios que habían acudido al parlamento de Paicaví. El padre Valdivia, estando ya en Concepción, había resuelto que, para una nueva negociación, fueran estos indios con dos jesuitas, y su elección había recaído en los padres Martín Aranda y Horacio Vechi, muy entregados a la conversión de los nativos y conocedores de su idioma. Debía acompañarlos también un hermano coadjutor   llamado Diego de Montalván. Esta resolución, hija de la más temeraria ceguera, fue combatida ardorosamente por el Gobernador y por todos sus capitanes: 'La entrada de los padres fue contra la voluntad de todo el ejército, le escribió Ribera al Virrey, y no hubo hombre que no les tuviese lástima. Pero  fue un asunto que corrió sólo por cuenta del padre Valdivia, como Vuestra Excelencia lo verá por las copias de sus cartas que le envío, donde claramente dice que obedece a impulsos del Espíritu Santo, y a las órdenes de su provincial. Y si yo me opusiera a esto, habría dicho el padre Luis de Valdivia que yo impedía la paz. Se le dieron todas las razones, además de las que él vio por sus ojos y oyó a los indios, y hasta a las mujeres del cacique Anganamón, pero nada sirvió para que dejara de enviar a los padres". También el jesuita Luis de Valdivia era un hombre valiente, pero víctima de su espíritu de iluminado providencialista, muy propio de un fanático.

 

     (Imagen) Cumpliendo la insensata orden del padre Valdivia, los jesuitas Martín Aranda, Horacio Vechi y Diego de Montalbán fueron adonde los mapuches para convencerlos de que aceptaran una alianza de paz definitiva: "Además, el padre Valdivia, al dejar libre al cacique Utablame y a otro indio les facilitó una nave 'para que se sepa que se confía mucho  en la paz que han aceptado'. El gobernador Ribera, muy preocupado y disgustado por el viaje de los tres jesuitas, se fue a Arauco, mientras el padre Valdivia se dedicó a redactar un escrito sobre lo ocurrido, para que en Concepción, en Santiago, en Lima y en España se conociesen las grandes ventajas alcanzadas por sus esfuerzos con el fin de llegar a la completa pacificación de los indios. Durante el inicio de la marcha de los tres jesuitas todo transcurrió en la mayor tranquilidad. Y así, le escribieron al padre Valdivia llenos de satisfacción por el buen recibimiento que se les hacía y por la llegada de otros indios que parecían dispuestos a aceptar la paz. 'El contento que todos tienen de vernos en su tierra, escribían los padres, es increíble. Un indio explorador que hay aquí nos dice que toda la tierra está tranquila, y que ya no hay persona que contradiga esta paz, porque están todos convencidos de que no hay fraude ninguno de nuestra parte, que es lo que se temían. Mañana acabarán de mandar mensajeros a otras partes, y se han comprometido a arriesgar las vidas si hiciera falta hasta que lleguemos a nuestro destino. Todo va hasta ahora muy bien, y esperamos que Nuestro Señor nos dará muy buenos logros'. Aquel contento de los bárbaros, que los padres creían un signo de paz, eran, por el contrario, los preparativos para ejecutar un acto de la más feroz perfidia. En la tarde del 14 de diciembre, los indios hicieron alto cerca de las orillas del lago de Lanalhue. En la mañana siguiente, llegaron al campamento muchos indios de Purén, y entre ellos los arrogantes caudillos Anganamón, Tureulipe y Ainavilu. No se hizo esperar largo tiempo la consumación del crimen que aquellos salvajes tenían preparado. Los tres padres jesuitas fueron despojados de sus vestidos y llevados a un sitio abierto y despejado donde los piqueros pudieran esgrimir cómodamente sus armas, siendo allí alanceados inhumanamente. El padre Aranda recibió, además, un macanazo en la cabeza que, sin duda, acabó de quitarle la vida. Sus cuerpos, desnudos y cubiertos de heridas, fueron dejados en el campo. Después de esta matanza tan pérfida como brutal, los indios se dispersaron en todas direcciones para huir de la persecución de los españoles, que creían inevitable". En la imagen, versión artística de la atroz muerte de los tres jesuitas en Elicura.




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