jueves, 2 de junio de 2022

(1739) El gobernador Jaraquemada vio que Chile estaba peor de lo que creía. Más tarde llegará el jesuita Luis de Valdivia imponiendo de forma suicida un trato amable y pacífico con los mapuches que estuvo a punto de costarle la vida.

 

     (1339) Cuando llegó el gobernador Juan Jaraquemada desde Perú, con doscientos hombres, al chileno puerto de Valparaíso, tuvo la primera decepción: "No había allí más que una iglesia techada con paja y algunos galpones para depositar las mercaderías. Al arribo de cada buque, se trasladaban de la cercana Santiago los tesoreros reales para percibir los impuestos debidos a la Corona, aunque había contrabando por la falta de vigilancia en el puerto. Jaraquemada decidió que fuese el centro de toda la zona comarcana, dotándolo de un corregidor, y dio este cargo al capitán Pedro de Recalde, antiguo militar y encomendero de fortuna, que se ofreció a construir a sus expensas casas y bodegas para el servicio del comercio. Estos afanes retardaron su llegada a la capital. El 17 de enero era recibido por la Real Audiencia con calidad de jefe superior del reino de Chile. Jaraquemada se vio asediado de informes desfavorables a la administración de sus predecesores, y, aunque mantuvo una conducta prudente, pensó que el sometimiento de una gran porción de los indios de guerra, del que García Ramón le hablaba al Rey, era un simple engaño, y llegó a creer que la situación del país era verdaderamente lastimosa. 'Certifico a Vuestra Majestad, escribió Jaraquemada, que está esto peor que nunca, y que ha sido engaño manifiesto todo lo que se ha asegurado de esta paz, y que, quien lo contó, se debió de ver tan perdido, que quiso con esta cautela adornarlo todo,  porque con las victorias que han obtenido los indios, se sienten tan orgullosos, que casi se atreven a meterse en el territorio que ha quedado pacificado'. Con esta convicción, Jaraquemada dispuso que partiese al sur el coronel Pedro Cortés a hacerse cargo del mando del ejército y de la dirección de la guerra, y él se quedó en Santiago ocupado en el despacho de los más urgentes negocios administrativos. Como los hacendados de Chile, viéndose frecuentemente despojados de sus caballos como contribución para la guerra, se habían dedicado a la crianza de mulas, que tenían buena venta en el país para el transporte de mercaderías. En 1608, el gobernador García Ramón había dictado una ordenanza por la cual imponía penas a los que criasen mulas, y, en febrero de 1611 Jaraquemada, recordando que era una vergüenza que los españoles careciesen de caballos mientras los indios los tenían en gran abundancia, repitió aquel mandato, agravando las penas a los que lo desobedeciesen, de forma que esta ordenanza suponía una amenaza a la propiedad de los ganaderos".

     Allá en la distancia de España seguía viéndose con malos ojos el trato que se daba a los indígenas chilenos: "Se sabía que el Rey persistía en su deseo de suprimir el servicio personal de los indígenas a los españoles, lo cual supondría para los agricultores de Chile la privación de brazos para la explotación de los campos. La alarma era general en todo el reino. En Santiago se celebró, el 7 de febrero de 1611, un solemne cabildo público en el que se trató de este importante asunto, y se decidió elevar nuevas súplicas al Rey para obtener la permanencia del uso tradicional. Aunque el cabildo de Santiago tenía ya como representante en la Corte con este objetivo al religioso franciscano fray Francisco de Riberos, resolvió darle por compañero a fray Diego de Urbina, creyendo, sin duda, que el carácter sacerdotal de ambos tendría gran peso en las decisiones que tomase el piadoso Felipe III. Jaraquemada, testigo de esta agitación, comenzó a comprender los peligros de las reformas que preparaba la Corte del Rey". Había, pues, dos temas peliagudos con respecto a los indios: los españoles necesitaban esa mano de obra nativa, gratis o casi gratis, y, en cuanto a los soldados, no querían saber nada de la Guerra Defensiva, que consistía en mimar a los duros mapuches, siempre y cuando no atacasen ellos.

 

     (Imagen) El jesuita Luis de Valdivia era muy partidario de llevar al extremo el trato humanitario a los indígenas. A eso se añadía la firmeza de su terco carácter. Pero los españoles de Chile esperaban a principios del año 1612, muy preocupados, la llegada del gobernador Alonso de Ribera y del padre Valdivia, porque Felipe III, convencido sobre todo por el jesuita, había ordenado que se usara la llamada Guerra Defensiva contra los mapuches, que obligaba a dejarlos en paz si ellos no atacaban de antemano. Llegó primeramente el jesuita Valdivia a Concepción, y, aunque inmediatamente comprendió que lo que había ordenado el Rey podía originar muchas resistencias, dio orden a los capitanes que mandaban en los fuertes próximos para que suspendiesen todo acto de hostilidad contra los mapuches. En el colmo de su osadía, el reverendo decidió presentarse ante los mapuches con promesas de paz y respeto. Abrevio lo que contó Luis de Góngora (hijo del gran cronista Alonso de Góngora Marmolejo): "Como persona que ha 40 años que sirvo a Su Majestad en esta guerra, yo le dije al sacerdote que no fuese adonde aquellos indios porque no saben conocer el bien ni la verdad. Entonces llegaron cuatro mapuches diciendo que querían hablar con el padre Luis de Valdivia. El cual habló con ellos, y los indios quedaron con él en que fuese a Catirai, porque no le harían mal, pero todo era una traición. Más tarde el padre se fue allá con algunos caciques pacíficos, aunque estos no iban con mucha voluntad porque dijeron que los indios de guerra eran muy peligrosos y temían que los matasen. Yo les rogué mucho que fuesen con el dicho padre, y así lo hicieron. Habiendo llegado a Catirai justo cuando los indios de guerra estaban en una borrachera, les pidieron estos a los caciques que iban con el padre Valdivia que les diesen su conformidad para matarle a él, al capitán Juan Bautista Pinto, que hacía de intérprete, y a otro soldado español que iba con ellos. Los dichos  caciques les dijeron a los mapuches que no los matasen, porque no había motivo, que el padre Valdivia no era más que un hombre con cuya muerte ganarían poco, y que, sin embargo, cumpliría su promesa de  despoblar el fuerte de San Jerónimo de Catirai y devolver doce prisioneros que les había cogido el capitán Zuazo, pues mejor era esto que matar al padre. Y, tal y como me lo contaron los dichos caciques después de volver, gracias a esto, no los mataron". Sin embargo, aun salvado por fortuna de una muerte que parecía inevitable, el padre Valdivia, aferrado  a su criterio de manera utópica, no perdió su confianza en los resultados de la Guerra Defensiva. Dos años después, le envió al Rey la carta de la imagen, mostrando que no había cedido un ápice en sus ideas.




No hay comentarios:

Publicar un comentario