(1339) Cuando llegó el gobernador Juan
Jaraquemada desde Perú, con doscientos hombres, al chileno puerto de
Valparaíso, tuvo la primera decepción: "No había allí más que una iglesia
techada con paja y algunos galpones para depositar las mercaderías. Al arribo
de cada buque, se trasladaban de la cercana Santiago los tesoreros reales para
percibir los impuestos debidos a la Corona, aunque había contrabando por la
falta de vigilancia en el puerto. Jaraquemada decidió que fuese el centro de
toda la zona comarcana, dotándolo de un corregidor, y dio este cargo al capitán
Pedro de Recalde, antiguo militar y encomendero de fortuna, que se ofreció a
construir a sus expensas casas y bodegas para el servicio del comercio. Estos
afanes retardaron su llegada a la capital. El 17 de enero era recibido por la
Real Audiencia con calidad de jefe superior del reino de Chile. Jaraquemada se
vio asediado de informes desfavorables a la administración de sus predecesores,
y, aunque mantuvo una conducta prudente, pensó que el sometimiento de una gran
porción de los indios de guerra, del que García Ramón le hablaba al Rey, era un
simple engaño, y llegó a creer que la situación del país era verdaderamente
lastimosa. 'Certifico a Vuestra Majestad, escribió Jaraquemada, que está esto
peor que nunca, y que ha sido engaño manifiesto todo lo que se ha asegurado de
esta paz, y que, quien lo contó, se debió de ver tan perdido, que quiso con
esta cautela adornarlo todo, porque con
las victorias que han obtenido los indios, se sienten tan orgullosos, que casi
se atreven a meterse en el territorio que ha quedado pacificado'. Con esta
convicción, Jaraquemada dispuso que partiese al sur el coronel Pedro Cortés a
hacerse cargo del mando del ejército y de la dirección de la guerra, y él se
quedó en Santiago ocupado en el despacho de los más urgentes negocios
administrativos. Como los hacendados de Chile, viéndose frecuentemente
despojados de sus caballos como contribución para la guerra, se habían dedicado
a la crianza de mulas, que tenían buena venta en el país para el transporte de
mercaderías. En 1608, el gobernador García Ramón había dictado una ordenanza
por la cual imponía penas a los que criasen mulas, y, en febrero de 1611
Jaraquemada, recordando que era una vergüenza que los españoles careciesen de
caballos mientras los indios los tenían en gran abundancia, repitió aquel
mandato, agravando las penas a los que lo desobedeciesen, de forma que esta
ordenanza suponía una amenaza a la propiedad de los ganaderos".
Allá en la distancia de España seguía
viéndose con malos ojos el trato que se daba a los indígenas chilenos: "Se
sabía que el Rey persistía en su deseo de suprimir el servicio personal de los
indígenas a los españoles, lo cual supondría para los agricultores de Chile la
privación de brazos para la explotación de los campos. La alarma era general en
todo el reino. En Santiago se celebró, el 7 de febrero de 1611, un solemne
cabildo público en el que se trató de este importante asunto, y se decidió
elevar nuevas súplicas al Rey para obtener la permanencia del uso tradicional.
Aunque el cabildo de Santiago tenía ya como representante en la Corte con este
objetivo al religioso franciscano fray Francisco de Riberos, resolvió darle por
compañero a fray Diego de Urbina, creyendo, sin duda, que el carácter
sacerdotal de ambos tendría gran peso en las decisiones que tomase el piadoso
Felipe III. Jaraquemada, testigo de esta agitación, comenzó a comprender los
peligros de las reformas que preparaba la Corte del Rey". Había, pues, dos
temas peliagudos con respecto a los indios: los españoles necesitaban esa mano de
obra nativa, gratis o casi gratis, y, en cuanto a los soldados, no querían
saber nada de la Guerra Defensiva, que consistía en mimar a los duros mapuches,
siempre y cuando no atacasen ellos.
(Imagen) El jesuita Luis de Valdivia era
muy partidario de llevar al extremo el trato humanitario a los indígenas. A eso
se añadía la firmeza de su terco carácter. Pero los españoles de Chile
esperaban a principios del año 1612, muy preocupados, la llegada del gobernador
Alonso de Ribera y del padre Valdivia, porque Felipe III, convencido sobre todo
por el jesuita, había ordenado que se usara la llamada Guerra Defensiva contra
los mapuches, que obligaba a dejarlos en paz si ellos no atacaban de antemano. Llegó
primeramente el jesuita Valdivia a Concepción, y, aunque inmediatamente
comprendió que lo que había ordenado el Rey podía originar muchas resistencias,
dio orden a los capitanes que mandaban en los fuertes próximos para que
suspendiesen todo acto de hostilidad contra los mapuches. En el colmo de su
osadía, el reverendo decidió presentarse ante los mapuches con promesas de paz
y respeto. Abrevio lo que contó Luis de Góngora (hijo del gran cronista Alonso
de Góngora Marmolejo): "Como persona que ha 40 años que sirvo a Su
Majestad en esta guerra, yo le dije al sacerdote que no fuese adonde aquellos
indios porque no saben conocer el bien ni la verdad. Entonces llegaron cuatro mapuches
diciendo que querían hablar con el padre Luis de Valdivia. El cual habló con
ellos, y los indios quedaron con él en que fuese a Catirai, porque no le harían
mal, pero todo era una traición. Más tarde el padre se fue allá con algunos caciques
pacíficos, aunque estos no iban con mucha voluntad porque dijeron que los
indios de guerra eran muy peligrosos y temían que los matasen. Yo les rogué
mucho que fuesen con el dicho padre, y así lo hicieron. Habiendo llegado a
Catirai justo cuando los indios de guerra estaban en una borrachera, les
pidieron estos a los caciques que iban con el padre Valdivia que les diesen su
conformidad para matarle a él, al capitán Juan Bautista Pinto, que hacía de
intérprete, y a otro soldado español que iba con ellos. Los dichos caciques les dijeron a los mapuches que no
los matasen, porque no había motivo, que el padre Valdivia no era más que un
hombre con cuya muerte ganarían poco, y que, sin embargo, cumpliría su promesa
de despoblar el fuerte de San Jerónimo
de Catirai y devolver doce prisioneros que les había cogido el capitán Zuazo, pues
mejor era esto que matar al padre. Y, tal y como me lo contaron los dichos
caciques después de volver, gracias a esto, no los mataron". Sin embargo,
aun salvado por fortuna de una muerte que parecía inevitable, el padre Valdivia,
aferrado a su criterio de manera
utópica, no perdió su confianza en los resultados de la Guerra Defensiva. Dos
años después, le envió al Rey la carta de la imagen, mostrando que no había cedido
un ápice en sus ideas.
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