martes, 1 de febrero de 2022

(1634) Los mapuches odiaban especialmente a los indios amigos de los españoles, y estos solían protegerlos. Pero en una situación especialmente difícil, optaron por dejarlos abandonados.

 

     (1234) No era sólo la zona de Valdivia la que estaba llena de enemigos, sino que apenas había algún sitio que no estuviese cuajado de ellos: "Y andaba ya la cosa tan mal que no dejaban iglesia, cruz ni imagen sin quemar. Estaba entonces en gran peligro Martín de Santander con treinta españoles que guardaban el fuerte de Lliven, y no teniendo esperanza de remedio humano, abandonaron la fortaleza un sábado a 20 días del mes de febrero del dicho año 1579. Cuando caminaban hacia la ciudad de Valdivia, unos indios les dijeron que toda la gente de aquella zona estaba en paz. Por lo cual los españoles se volvieron al fuerte. En él hallaron a Relio y Teguano, dos caciques que eran grandes amigos de los españoles y residían en otro fuerte, a tres leguas del de Lliven, con sus indios, atreviéndose a hacerlo porque siempre habían tenido la protección de los españoles. Pero los dos se mostraron esta vez  muy afectados por el hecho de que los nuestros los hubiesen desamparado dejándoles como ovejas entre lobos, a lo que el capitán Santander respondió con algunas excusas, y, ocultándoles lo que había intentado, los tranquilizó asegurándoles que no había sido su deseo dejar la fortaleza. El día siguiente tuvo noticia  de que un español llamado Pedro Báez, al que había enviado a la isla con algunos yanaconas, había muerto a manos de los rebelados. Se lo contaron Teguano y Relio, que lo sabían porque un indio embajador de los rebelados les llegó para pedirles que les ayudasen aquella noche, porque ellos habían de venir con toda su fuerza de gente a poner cerco al fuerte de los españoles. Y les dijo también a los dos caciques que tenían obligación de servir a su patria y connaturales por los muchos agravios que les hacían los cristianos. Teguano y Relio dijeron todo esto haciendo hincapié en su fidelidad a los españoles largamente demostrada. Pero, viendo el capitán Santander que no había manera de poder ayudarles, y que, de quedarse ellos en su fuerte, sin duda habían de perecer allí con toda su gente, les dijo a los dos caciques que, si ellos querían traer pronto a sus hijos y mujeres del lugar en que estaban, con mucho gusto los llevaría consigo para librarlos de los enemigos. A lo cual respondieron los caciques que ellos no podían preparar a su gente con tanta brevedad como él quería, pues estaba ya con el pie en el estribo,  pero que le suplicaban que no fuese por el camino real, sino por otro que, con mucho rodeo, conducía a su fuerte, para llevar de allí a sus hijos y mujeres con las demás gente de presidio (no tiene el sentido de 'presos', sino el de 'refugiados'). Partiendo los nuestros por la tierra de Renigua tuvieron noticia de algunos asaltos que los indios rebelados habían hecho en los españoles quitándoles las vidas, y de que toda la tierra por donde habían de pasar estaba tomada de los contrarios. Al saberlo, mostraron los españoles gran pusilanimidad, como lo habían hecho antes a cada paso, de suerte que el cacique Teguano perdió el control, dejando caer la lanza de la mano y fijando los ojos en el cielo con hartas lágrimas que destilaba por ellos, al comprender el triste final que habían de tener sus indios por la flojedad de los españoles en los que había puesto su confianza". Queda algo confusa la redacción. Se supone que los españoles  y los dos caciques iban hacia el fuerte donde se encontraban los indios amigos, con el fin de recoger a los que allí estaban, mujeres y niños incluidos, y que luego marcharían todos juntos dejando abandonados los dos fuertes.

 

     (Imagen) La situación era muy dramática, ya que los indios amigos de los españoles  iban a pagar un alto precio por serlo. Sin duda, de haberles ayudado contra la ira de los mapuches, la mayoría de los soldados habrían muerto, pero cuesta creer que hubiesen abandonado de la misma manera a otros españoles: "Los cristianos, sabiendo que su remedio estaba en ir deprisa, picaron a los caballos dejando atrás a los pobres indios, que, por llevar mujeres, no podían caminar tanto, por lo cual se angustiaron mucho al ver que les dejaban a merced de sus contrarios. Y aunque los españoles derramaron hartas lágrimas por la lástima, venció el temor a la razón, y siguieron adelante. Apenas se habían apartado, cuando los dos caciques amigos  de los españoles vieron venir a uno de los suyos dando voces y mordiéndose las manos porque dejaba atrás un gran destrozo hecho por los enemigos, los cuales habían atacado la fortaleza echándola toda por tierra, y, además, venían ya en su seguimiento después de haber matado a sus hijos y mujeres, y a toda su gente que había quedado algo atrasada mientras los dos caciques iban hablando con los españoles, con deseo de detenerlos durante un tiempo. Viéndose los pobres caciques perdidos, se subieron en lo alto de una roca con la poca gente que les quedaba, donde luego fueron cercados por los enemigos, los cuales procuraron persuadirles con palabras blandas para que se entregasen, pues eran su propia sangre y no tenían por qué recelar de sus hermanos. Pareciéndole al cacique Teguano que el mal no podría medrar mucho, se entregó a don Cristóbal Alos, que era un indio harto astuto, el cual lo llevó a su pueblo haciendo grandes fiestas por el camino. Pero antes de esto procuró inducir a Relio, el otro cacique, a que se rindiese también, pero no quiso hacerlo, hasta que, al cabo de tres días, le vino la necesidad de aceptarlo. Fueron los indios muy contentos con esta presa, y habiéndola solemnizado en su pueblo, ahorcaron a los dos caciques pregonando que  habían sido traidores a su patria y que se los condenaba a ser comidas sus carnes en un solemne banquete y borrachera. Este fue el fin de los desventurados caciques. Y casi habrían acabado igual los treinta españoles que siguieron adelante, los cuales fueron abriéndose paso entre escuadrones de enemigos, matando a muchos de ellos con pérdida de un solo soldado, hasta que llegaron adonde estaba el capitán Baltasar Verdugo con cuarenta hombres de a caballo, con los cuales recibieron extraordinario consuelo". En la imagen vemos que el grito de la protesta mapuche llega hasta nuestros días.




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