(1246) No hubo en las Indias otros
enemigos nativos más persistentes: "Habiendo estado algunos días el
gobernador en San Bartolomé de Chillán procurando traer de paz a los indios
circunvecinos, supo que en las ciudades del
norte iban las cosas de mal en peor cada día por la gran fuerza de
enemigos que las combatían. Y como era tan amigo de acudir en persona al lugar
más necesitado, partió luego con todo su ejército para remediar esto en cuanto
le fuese posible. Y llegando al río de Nibiquiten, hallaron cierta frutilla a
manera de garbanzos, la cual nunca se había visto otras veces que por allí
habían pasado los españoles. Se la probó por ser fruta nueva, y, dentro de
cuatro horas, caían muertos todos los que habían comido de ella. No hallando
otro regalo mejor que este, se fueron hasta la ciudad de Los Infantes (Angol),
de donde salieron algunos capitanes a correr la tierra haciendo ejemplares
castigos en los rebelados. De aquí pasó la gente a La Imperial, donde se empleó
en los mismos ejercicios, sin dejar a los indios un solo día de sosiego ni
tomarlo para sí, en razón de acabar ya con tan prolija guerra. Finalmente
distribuyó el mariscal sus soldados, enviando al maestre de campo con unos
doscientos a recorrer las provincias de Lliben, Ranco y Mague quedándose él con
otros cien alojado en los llanos de Valdivia donde tenía frecuentes enfrentamientos.
No fue de poca utilidad para el sosiego de muchos indios (amigos) la
prisión de uno de ellos llamado Butacalquin, que era de gran valor y prestigio,
y guiaba los ataques de los araucanos. El cual, viéndose en cadenas, ablandó su
corazón cual otro rey Manasés (rey judío que se arrepintió de haber
abandonado su religión y fue perdonado por Dios), según mostraba en su
comportamiento, y consiguió pacificar a muchos indios en las provincias de
Chillán y Arauco".
El cronista se centra en un asunto
religioso: "En este tiempo se convocó en la ciudad de
Lima, del Perú, un concilio que fue de mucha importancia para el asiento de la
doctrina que se enseña a los indios, por haberse dado el catecismo en todas las
lenguas más generales de estos reinos. Para esto salieron de Chile los
franciscanos don Diego de Medellín obispo de Santiago, y el de La Imperial, don
Antonio de San Miguel. Embarcaron en el puerto de Coquimbo el 25 de junio de
1582, y estuvieron más de dos años sin volver por haber durado mucho el
concilio". Luego comenta algo extraño, de tipo milagroso: "En
el mes de octubre, hicieron los indios consulta general de guerra, y, poniéndose
a hablar Almilicán, el principal cacique, comenzó a criticar a los cristianos,
y, de repente, enmudeció, quedando con los ojos fijos en el cielo. Le preguntaron
la causa, y respondió que estaba mirando a una gran señora puesta en medio del
aire, la cual le reprendía su infidelidad y ceguera. Todos levantaron los ojos
a lo alto y vieron a la gran princesa que el capitán les había dicho. Sin
hablar palabra, se fue cada uno a sus
casas, y, en adelante, no hubo ningún indio que tomase armas contra los
cristianos entre las ciudades de Concepción y Angol, habiendo sido los lugares
más peligrosos de Chile". Pero en otros sitios siguieron los ataques. En
la zona de Ranco y Mangue resultaron muertos muchos indios y heridos algunos
españoles. Y en las cercanías de Valdivia, ocurrió que, "al salir el capitán
Andrés de Pereda con su gente, lo mataron a él y algunos de los suyos,
escapándose los demás por la ligereza de los caballos; de manera que había a
diario asaltos y desasosiegos sin haber punto de reposo".
(Imagen) El cronista hace un alto para alabar
a alguien a quien ya conocemos bien, y al que admiraba mucho: "MARTÍN RUIZ
DE GAMBOA, hijo de un hermano de Martín Ruiz de Avendaño, cabeza de su linaje
en Vizcaya, salió de casa de su padre de muy poca edad el año de 1548. Y anduvo
en las galeras de don Bernardino de Mendoza, con principios que daban muestra
de lo que había de ser. Después pasó a las Indias con una prima suya llamada
doña Ana de Velasco, mujer del mariscal Alonso de Alvarado. Y estando en la
ciudad de Lima, del Perú, tuvo la ocasión de pasar a Chile en compañía de su
primo don Martín de Avendaño, a quien envió el virrey don Antonio de Mendoza
con cien hombres de socorro. Estando en este reino, sirvió mucho a Su Majestad
en todos los lances que ocurrieron. Por lo cual se le dieron algunos pueblos de
indios en encomienda, aunque no tantos como sus obras merecían. Andando el
tiempo, le casó el general Rodrigo de Quiroga con una hija suya natural, criada
con mucho esmero, la cual había estado casada con el capitán don Pedro de
Avendaño. Por lo que tuvo ocasión de ser general de este reino, donde se ocupó
por muchos años de casi toda la administración del gobierno por estar ya su
suegro muy viejo y cansado de las antiguas batallas. Y así, cargaba todo el
peso sobre los hombros del Martín Ruiz las dos veces que fue gobernador Rodrigo
de Quiroga, además del tiempo en que lo fue el mismo Martín Ruiz. Fue hombre muy
valeroso en todas las cosas, y siempre dispuesto a salir a las batallas en
persona, sin impedírselo la vejez cuando llegó a ella. Era templado en el comer
y beber, y dispuesto a trabajar mucho aun estando lisiado de piernas y brazos por
las numerosas batallas que había tenido durante cuarenta años. Lo sometió al
habitual juicio de residencia el nuevo gobernador, don Alonso de Sotomayor. Y
fueron tantas las exageraciones y tan graves las atrocidades que le imputaban,
que parecía más piadoso cortarle diez cabezas si las tuviera. Y estaría muy
bien que las tuviera para recibir en ellas diez coronas, aunque, por fortuna,
el gobernador sacó la verdad en limpio. Enseguida supo que la primera
información se fundaba en pasiones de los vecinos, señores de indios, por haber
el mariscal puesto límite en los tributos que les cobraban, de lo cual se
ofendieron mucho porque, hasta entonces, habían acostumbrado a chupar la sangre a los desventurados indios
de sus encomiendas. Y también les molestaba que les ordenase aportar dinero para
el mantenimiento de los soldados. Don Alonso vio que el comportamiento de
Martín Ruiz fue muy razonable, y, así, habiéndolo considerado todo, tuvo al
mariscal por hombre cabalísimo en su oficio, como en realidad lo era".
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