martes, 15 de febrero de 2022

(1646) Un cacique apresado ayudó a pacificar a los mapuches. Hubo otro que creyó haber visto a la Virgen, y sus indios también hicieron las paces. El cronista dedica grandes elogios a Martín Ruiz de Gamboa.

 

     (1246) No hubo en las Indias otros enemigos nativos más persistentes: "Habiendo estado algunos días el gobernador en San Bartolomé de Chillán procurando traer de paz a los indios circunvecinos, supo que en las ciudades del  norte iban las cosas de mal en peor cada día por la gran fuerza de enemigos que las combatían. Y como era tan amigo de acudir en persona al lugar más necesitado, partió luego con todo su ejército para remediar esto en cuanto le fuese posible. Y llegando al río de Nibiquiten, hallaron cierta frutilla a manera de garbanzos, la cual nunca se había visto otras veces que por allí habían pasado los españoles. Se la probó por ser fruta nueva, y, dentro de cuatro horas, caían muertos todos los que habían comido de ella. No hallando otro regalo mejor que este, se fueron hasta la ciudad de Los Infantes (Angol), de donde salieron algunos capitanes a correr la tierra haciendo ejemplares castigos en los rebelados. De aquí pasó la gente a La Imperial, donde se empleó en los mismos ejercicios, sin dejar a los indios un solo día de sosiego ni tomarlo para sí, en razón de acabar ya con tan prolija guerra. Finalmente distribuyó el mariscal sus soldados, enviando al maestre de campo con unos doscientos a recorrer las provincias de Lliben, Ranco y Mague quedándose él con otros cien alojado en los llanos de Valdivia donde tenía frecuentes enfrentamientos. No fue de poca utilidad para el sosiego de muchos indios (amigos) la prisión de uno de ellos llamado Butacalquin, que era de gran valor y prestigio, y guiaba los ataques de los araucanos. El cual, viéndose en cadenas, ablandó su corazón cual otro rey Manasés (rey judío que se arrepintió de haber abandonado su religión y fue perdonado por Dios), según mostraba en su comportamiento, y consiguió pacificar a muchos indios en las provincias de Chillán y  Arauco".

     El cronista se centra en un asunto religioso: "En este tiempo se convocó en la ciudad de Lima, del Perú, un concilio que fue de mucha importancia para el asiento de la doctrina que se enseña a los indios, por haberse dado el catecismo en todas las lenguas más generales de estos reinos. Para esto salieron de Chile los franciscanos don Diego de Medellín obispo de Santiago, y el de La Imperial, don Antonio de San Miguel. Embarcaron en el puerto de Coquimbo el 25 de junio de 1582, y estuvieron más de dos años sin volver por haber durado mucho el concilio". Luego comenta algo extraño, de tipo milagroso: "En el mes de octubre, hicieron los indios consulta general de guerra, y, poniéndose a hablar Almilicán, el principal cacique, comenzó a criticar a los cristianos, y, de repente, enmudeció, quedando con los ojos fijos en el cielo. Le preguntaron la causa, y respondió que estaba mirando a una gran señora puesta en medio del aire, la cual le reprendía su infidelidad y ceguera. Todos levantaron los ojos a lo alto y vieron a la gran princesa que el capitán les había dicho. Sin hablar palabra,  se fue cada uno a sus casas, y, en adelante, no hubo ningún indio que tomase armas contra los cristianos entre las ciudades de Concepción y Angol, habiendo sido los lugares más peligrosos de Chile". Pero en otros sitios siguieron los ataques. En la zona de Ranco y Mangue resultaron muertos muchos indios y heridos algunos españoles. Y en las cercanías de Valdivia, ocurrió que, "al salir el capitán Andrés de Pereda con su gente, lo mataron a él y algunos de los suyos, escapándose los demás por la ligereza de los caballos; de manera que había a diario asaltos y desasosiegos sin haber punto de reposo".

 

 

     (Imagen) El cronista hace un alto para alabar a alguien a quien ya conocemos bien, y al que admiraba mucho: "MARTÍN RUIZ DE GAMBOA, hijo de un hermano de Martín Ruiz de Avendaño, cabeza de su linaje en Vizcaya, salió de casa de su padre de muy poca edad el año de 1548. Y anduvo en las galeras de don Bernardino de Mendoza, con principios que daban muestra de lo que había de ser. Después pasó a las Indias con una prima suya llamada doña Ana de Velasco, mujer del mariscal Alonso de Alvarado. Y estando en la ciudad de Lima, del Perú, tuvo la ocasión de pasar a Chile en compañía de su primo don Martín de Avendaño, a quien envió el virrey don Antonio de Mendoza con cien hombres de socorro. Estando en este reino, sirvió mucho a Su Majestad en todos los lances que ocurrieron. Por lo cual se le dieron algunos pueblos de indios en encomienda, aunque no tantos como sus obras merecían. Andando el tiempo, le casó el general Rodrigo de Quiroga con una hija suya natural, criada con mucho esmero, la cual había estado casada con el capitán don Pedro de Avendaño. Por lo que tuvo ocasión de ser general de este reino, donde se ocupó por muchos años de casi toda la administración del gobierno por estar ya su suegro muy viejo y cansado de las antiguas batallas. Y así, cargaba todo el peso sobre los hombros del Martín Ruiz las dos veces que fue gobernador Rodrigo de Quiroga, además del tiempo en que lo fue el mismo Martín Ruiz. Fue hombre muy valeroso en todas las cosas, y siempre dispuesto a salir a las batallas en persona, sin impedírselo la vejez cuando llegó a ella. Era templado en el comer y beber, y dispuesto a trabajar mucho aun estando lisiado de piernas y brazos por las numerosas batallas que había tenido durante cuarenta años. Lo sometió al habitual juicio de residencia el nuevo gobernador, don Alonso de Sotomayor. Y fueron tantas las exageraciones y tan graves las atrocidades que le imputaban, que parecía más piadoso cortarle diez cabezas si las tuviera. Y estaría muy bien que las tuviera para recibir en ellas diez coronas, aunque, por fortuna, el gobernador sacó la verdad en limpio. Enseguida supo que la primera información se fundaba en pasiones de los vecinos, señores de indios, por haber el mariscal puesto límite en los tributos que les cobraban, de lo cual se ofendieron mucho porque, hasta entonces, habían acostumbrado  a chupar la sangre a los desventurados indios de sus encomiendas. Y también les molestaba que les ordenase aportar dinero para el mantenimiento de los soldados. Don Alonso vio que el comportamiento de Martín Ruiz fue muy razonable, y, así, habiéndolo considerado todo, tuvo al mariscal por hombre cabalísimo en su oficio, como en realidad lo era".




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