(1243) Como siempre ocurría, la moral de
los indios se elevaba considerablemente tras derrotar a los españoles: "Para protegerse de lo que podía resultar de esta victoria de
los indios, cuyo orgullo era tanto que andaban por toda la tierra haciendo
ostentación de todas las cabezas de los españoles, especialmente de las del
sargento mayor Alonso Rodríguez Nieto, de Felipe Díaz de Cabrera y Cristóbal
Hernández Redondo, que habían destacado
en la batalla, preparó allí el gobernador Martín Ruiz de Gamboa una fortaleza
dejando en ella alguna gente para su defensa. Hecho esto, se fue al embarcadero
de Tanquelen, en cuyo camino halló al maestre de campo, Juan Álvarez de Luna,
con cincuenta españoles que estaban sacudiéndose el polvo de una refriega que habían
tenido con más de dos mil indios, matando gran parte de ellos y a tres
capitanes suyos llamados Guaitopangue, Talqueperel y Renque, con lo cual, y con
la llegada del gobernador, hubo gran regocijo por largo rato hasta que él prosiguió
su camino, quedando el maestre de campo para sustentar la guerra en todo el
distrito".
No había descanso posible frente a la
perpetua y brutal rebeldía de los mapuches: "En este tiempo andaba el
capitán Baltasar Verdugo en las tierras de Osorno con cuarenta hombres, donde
padeció muchos trabajos por la dificultad y aspereza de los caminos y
frecuentes encuentros que tenía con los enemigos, sin cesar de perseguirlos de
día y de noche. Por todas las ciudades del norte andaban siempre los españoles
limpiando la tierra de adversarios, talándoles las sementeras y llevándoles los
ganados para obligarlos a rendirse. El gobernador Ruiz de Gamboa envió a su
alférez general, Nicolás de Quiroga, con alguna gente a las tierras de Chillán,
Angol y Penco, donde se preparaban los indios para atacar. Le encargó al
capitán Pedro Olmos de Aguilera juntar gente y recoger provisiones por necesitarlo
los que andaban en Arauco. Y sin detenerse más, partió el gobernador hacia la
provincia de Lliben, llevando por tierra un bergantín grande por espacio de
quince leguas para echarlo al agua en la laguna de Ranco y entrar en las islas
a castigar a los rebelados que habían matado al sargento mayor Alonso Rodríguez
Nieto y a sus hombres. Al llegar a Quinchilca, asentó su campamento, y envió a
su maestre de campo con cincuenta españoles y doscientos indios a recorrer la
tierra de Renigua, destruyendo a su gente y haciendas sin dejar cosa de
provecho".
Aunque los grupos de españoles andaban
repartidos para castigar a los indios rebeldes por sus feroces ataques, el
gobernador recibía información sobre lo que se iba haciendo: "En este
tiempo le llegó noticia de que se había ajusticiado al cacique don Pedro
Guaiquipillan, considerado el rey entre los indios, por haber acometido a los
españoles que estaban en la encomienda de don Pedro Mariño de Lobera. Y asimismo
se dio muerte a otros muchos de su compañía, los cuales se habían alborotado
por estar hartos de sufrir las molestias de algunos españoles, y en particular
uno muy desalmado que los trataba como a perros, como lo hacen otros muchos en
estos reinos. Tras esta noticia, llegó
otra más pesada de que toda la tierra por donde acababa de pasar, que era la de
Marquina, se quería poner en arma para dar contra los españoles".
(Imagen) Es plato de mal gusto, pero no
queda más remedio que mostrar cómo tantos años de feroz lucha contra los
crueles mapuches habían degenerado el comportamiento de muchos españoles. El
gobernador Gamboa les habló a algunos caciques que tenía presos: "Les
prometió que los libraría de las vejaciones de los encomenderos que les
chupaban la sangre. Dicho esto, mandó ahorcar a los diez más culpables, y dejó
libres a los demás. Pero, un día después, llegó la noticia de que se habían
alzado los indios de Codico, que estaban bajo el mando del bárbaro Guaichamanel,
el cual había matado a su padre y a un sobrino suyo. El gobernador, para dar el
debido castigo a los rebelados, despachó al capitán Rafael Portocarrero con
ochenta hombres con orden de que se juntasen con el maestre de campo Juan
Álvarez de Luna y atacasen a los enemigos. Toparon con algunos de ellos, que
iban a cuidar sus haciendas, mataron a los varones e hicieron crueldades en las
mujeres, como era cortarles los brazos, pechos y otras partes de sus cuerpos,
sin atender al detrimento de las criaturas que amamantaban ni a la piedad que
profesa la ley de Jesucristo, sino solamente a ponerles terror y obligarles a
rendirse. Muy poca esperanza de quietud tenían ya las cosas en este tiempo, hasta
el punto de que el gobernador se vio obligado a sacar de sus pueblos a los
indios de paz de la provincia de Codico, trasladándolos a Callacalla y Andalue
(ver imagen), donde fuesen amparados con la asistencia de los españoles
de la ciudad de Valdivia. Y aunque habían de sembrar en las tierras a donde iban,
hicieron el riego en la que dejaban con muchas lágrimas de sus ojos y gotas de
sangre del corazón por verse sacar de sus hogares. Y, aprovechando la
situación, echaban mano algunos españoles de los indios a los que podían
achacar alguna culpa de alzamiento, y llevándolos al puerto, los embarcaban
para que fuesen vendidos como esclavos cautivados en guerra lícita (hacía
muchísimos años que eso estaba prohibido incluso en guerra lícita). Sobre
lo cual hubo en aquella playa un llanto tan doloroso,
que la hacía estar más amarga con las lágrimas que salada con las olas. Lloraron
las madres por sus hijos, y las mujeres por los maridos, y aun los maridos por
las mujeres, pues se las quitaban para esclavas de soldados y otras cosas
peores que ellos suelen hacer. Y en esto hay hasta hoy grandes abusos, saliendo
cuadrillas de soldados a correr la tierra, alejándose del cielo por los
desafueros que hacen, y así anda todo revuelto viviendo cada uno como le da la
gana".
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