(1226) Vimos anteriormente que los indios
de Catiray habían recobrado su orgullo tras vencer a los españoles, y quisieron acrecentarlo llevando a cabo
nuevos ataques. Su prestigioso cacique, Longonaval, les animó a hacerlo, pero,
sintiéndose ya muy envejecido, tuvo la sensatez de renunciar al mandato, y se
lo cedió al prestigioso Antimangue. Enterado el gobernador
Quiroga de los nuevos bríos que habían cobrado los araucanos, se puso luego en
camino hasta el valle de Chivilingo, que es paso peligroso y desgraciado para
los españoles, como se vio en la pérdida del ejército del mariscal Villagra y
otros encuentros referidos en esta historia. Y por estar el gobernador tan
enfermo y viejo que lo llevaban en una silla, no quiso el maestre de campo (Lorenzo
Bernal) que pasase adelante, por lo que salió él con ciento ochenta hombres
de a caballo y mil indios amigos a reconocer el campo de los contrarios. Y
aunque su intento no era pelear por entonces, sino solamente tomar noticia de
lo que había en el bando araucano, no pudo dejar de venir a las manos por la
presteza con que los indios acudieron a trabar escaramuza por un rato con la
gente de a caballo, y después con los indios de nuestro ejército, que pelearon
valerosamente. Luego volvió Bernal al campamento para ordenar sus escuadrones
con los quinientos españoles que allí tenía. Venida la mañana, se puso nuestro
ejército en orden, y subió el mismo gobernador a caballo para tomar un tercio
de la tropa, poniendo al maestre de campo Bernal en la vanguardia con cien
arcabuceros y ochenta de lanza y adarga y, en la retaguardia, al mariscal
Martín Ruiz de Gamboa, con ánimo de atacar a los enemigos sin volver el pie
atrás por más resistencia que hiciesen. Habiendo expuesto algunas razones para
alentar a sus soldados con palabras que procedían de pecho cristiano y
prudencia de valeroso capitán, mandó acometer en nombre de Jesucristo Nuestro
Redentor y su gloriosa Madre. Y fue tan buena la suerte del primer encuentro,
que murió en él el nuevo general Antimangue de un arcabuzazo, lo cual atravesó
los corazones de los suyos. Acudió luego su sargento mayor, llamado Polican, para
ponerse al frente, y, para valerse mejor, mandó llamar a uno de sus capitanes,
el más diestro y estimado del ejército, el cual estaba peleando con los
soldados de la retaguardia del nuestro, y cuando llegó el mensajero donde él se
encontraba, lo halló muerto con otros muchos que estaban tendidos en tierra.
Viendo esto los enemigos, perdieron el ánimo, y se fueron retirando sin salir
de orden, pero yendo tras ellos los nuestros sin cesar la persecución hasta
pasar toda la cuesta. Resultó extraordinariamente lastimoso el estrago que se
hizo en los indios este día, que fue el jueves 20 de marzo de 1578, a pocos
días de la Semana Santa".
Para el el anciano cacique que había
renunciado a dirigir las tropas indias, la derrota fue muy deprimente: "Sintió Longonoval esta pérdida entrañablemente, acordándose
de la victoria que había alcanzado sobre el mariscal Villagra en aquella misma
cuesta, y, para recuperar algo de lo perdido, quiso él tomar de nuevo su
antiguo oficio de general. Y lo habría hecho si no lo impidiera un cacique
llamado Anguilande, que era entre ellos de mucha estima. El cual hizo una larga
plática a todo su ejército diciéndoles que traería la total destrucción del
reino andar haciendo asaltos con los que solo conseguían volver con las manos
en la cabeza, y que el remedio estaba en juntarse todas las provincias y dar contra
los nuestros para matarlos a todos, o morir todos".
(Imagen) El Corregidor COSME DE MOLINA, nacido el año 1534 en Almagro (Ciudad Real), apenas ha dejado huella documental, pero fue un hombre comprensivo y muy valiente. Dice el cronista: "En abril de 1578, se supo en Valdivia que los indios de Mague habían vuelto a tomar las armas contra los españoles. Para remediar este daño, comenzó el capitán Juan de Matienzo a juntar algunos soldados, entre ellos a un vecino que, por desobedecer, fue puesto en prisiones contra la voluntad del Corregidor, que era Cosme de Molina. Vino a tanto la disensión, que estuvieron a punto de llegar a las manos, con gran protesta de los vecinos, pues ya tenían hartas guerras con los indios. Finalmente, todo acabó en que el mismo Corregidor decidió juntar gente y salir contra los enemigos, pero solo se ofrecieron siete hombres, con los cuales salió en busca de los contrarios. Aunque le insistieron muchos en que no pasase de la zona de su encomienda de indios, donde había alguna mayor seguridad que en la tierra que está más adelante, hizo poco caso de advertencias y se atrevió a ir hasta el sitio de Guaron, a la orilla de la gran laguna de Renigua. Apenas había sacado el pie del estribo cuando los rebelados dieron sobre él arremetiendo con gran coraje, y fue tal la triste suerte del capitán Molina, que al primer encuentro cayó de su caballo en medio de los enemigos, los cuales se cebaron en él, aunque se levantó de presto y procuró zafarse de sus manos. Viendo sus compañeros la mala situación, picaron a los caballos volando por el campo raso, sin socorrer al desventurado capitán, que les daba voces corriendo tras ellos a pie hasta llegar a un monte en el que se metió buscando remedio, pero le cogieron los indios pronto, y le sacaron a él del boscaje y a su alma del cuerpo. Y era tanta su rabia y brutalidad, que, para tomar en él toda la venganza que deseaban tener con los otros siete, le cortaron los brazos, las piernas y la cabeza. Lo dejaron como un tronco, y así fue hallado al cabo de pocas horas, siendo llevado a la ciudad, donde no fue menor el llanto de ver un cuerpo tan deforme, que el sentimiento por haber muerto su Corregidor a manos de los indios. Aunque la huida de los otros siete fue muy rápida, murieron también dos de ellos, pues los enemigos los siguieron, consiguieron herirlos con flechas envenenadas y murieron en menos de veinticuatro horas. En este enfrentamiento se mostró muy animoso un mancebo llamado Juan de Padilla, que había intentado ayudar a su capitán, y lo puso por obra por un rato hasta que vio que lo dejaban solo, obligándole a retirarse, aunque siempre peleando, sin volver las espaldas como los demás de su compañía.
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