(1196) Decidido a atacar a los indios, el
gobernador Bravo de Sarabia les ordenó a Martín Ruiz de Gamboa y a Miguel de
Velasco que fuesen con hombres y algunos capitanes a localizar un sitio donde
se pudiera asentar el campamento cerca de los enemigos, pero va a haber algunas
reticencias: "Para que contaran con más gente, le escribió al maestre de
campo, Lorenzo Bernal, diciéndole que le enviase veinte hombres de a caballo.
Lorenzo Bernal los envió, pero le contestó que no mandase hacer aquel ataque, pues
le dijeron que había muchos indios y era muy arriesgado llevarlo a cabo, pero
que, si aun así pensaba hacerlo, le diese licencia para irle a servir. Su
general, don Miguel, abominaba aquel propósito y deseaba mucho no tener que
hacerlo, pero no se atrevía a decírselo a Sarabia, para que no le tuviese por hombre que,
en un negocio importante, no quería aventurar su persona. Aunque muchos
caballeros mancebos que eran sus amigos le animaban y decían las bravezas que
habían de hacer, seguía triste y se veía que no iría a la lucha por su
voluntad, sino por sustentar su reputación, diciendo aquellas palabras que dijo
Pompeyo en Farsalia, queriendo dar la batalla a César, compelido de algunos
caballeros romanos que en su campo andaban, que por ser tan notorias no las trato
aquí (lo que quiere decir que también Pompeyo, por honor, se vio forzado a
luchar). Y, por esto, le envió al capitán Alonso Ortiz de Zúñiga para que
le pidiese al gobernador Sarabia que no mandase hacer aquel enfrentamiento,
pero no quiso ni escucharlo".
No hubo forma de convencer al gobernador
Sarabia, y todos se aplicaron a la labor: "Don Miguel de Velasco, con
ciento cuarenta soldados, salió del campamento con intención de reconocer el
sitio que los indios tenían y ver dónde se podía situar el ejército de manera
que fuera más seguro desbaratar a aquellos bárbaros. Pero, cuando las cosas
están ordenadas por Dios y quiere castigar a los que mandan por sus culpas, les ciega el entendimiento, como acaeció en
aquella batalla que tan dañosa fue para todo el reino. Muchos soldados prudentes
ya dijeron en público antes que era torpeza de los capitanes querer pelear con
unos indios metidos en un cercado de maderos puestos en un cerro, porque, si
les fuera mal, tendrían a sus espaldas la huida. ¿Pues qué mejor guerra se les
podía hacer, ni más dura que la de destruirles las sementeras? Era cierto que,
entrando el invierno, todos perecerían de hambre. Puesto que ya estaba poblada
la ciudad de Cañete y el fuerte de Arauco, sin perder un hombre se acabaría de
conquistar y castigar donde había indios en guerra, pues era la menor parte de
la provincia. Ese año quedarían los indos castigados, y el siguiente se acabaría
de asentar todo, pero haciendo la guerra sensatamente, pues ya recordaban la derrota
de Francisco de Villagra, quien, por la muerte de su hijo en Mareguano,
despobló la ciudad de Cañete y estuvo en condición de perder lo demás del reino
por una loca osadía, y a él le costó morir de dolor". También el cacique
Pedro Levolecán comentaba que iban a cometer un gravísimo error los españoles
atacando a los indios, y los soldados aprobaban y comentaban sus palabras:
"Esta plática andaba por el campo, y a todos les parecía bien, y decían
que hasta aquel indio, aun siendo enemigo de cristianos, les decía lo que
convenía, pero no había nadie en el campamento que osase hablar con el
gobernador Sarabia, porque que era tan impaciente cuando oía lo que no le gustaba,
que no los escuchaba, y le dejaban que su fatal fortuna hiciese de él lo que
tenía determinado. De manera que, teniendo que hacer lo que se había decidido,
se pusieron en camino".
(Imagen) El gobernador Melchor Bravo de
Sarabia, aquel que había conseguido acabar en Perú con el rebelde Francisco
Hernández Girón, va a sufrir una humillante derrota por no escuchar el consejo
de sus capitanes, que preferían dejar a los enemigos sin provisiones para el invierno. Los indios eran
invulnerables en su fuerte de Catiray, pero se atrevían a salir atacando a los
españoles: "Como habían hecho hoyos en aquel sitio y la tierra era blanda,
levantaron tanto polvo con su arremetida, que, sin verse los unos a los otros, llevaron
a los españoles por la cuesta abajo desbaratados. Los capitanes Martín Ruiz y
don Miguel de Velasco, con la gente que tenían de a caballo, acudieron a
socorrer a los que iban a pie, pero, como los indios eran muchos y los
cristianos pocos, los herían con gran ventaja. Algunos españoles huyeron al
monte creyendo poder escapar, otros subieron a las ancas o agarraron las colas
de los caballos, pero los indios los alcanzaban y los alanceaban. Como el
camino era de montaña y había algunos pasos estrechos, los españoles se
estorbaban los unos a los otros, y allí les daban lanzadas, sacándoles las
espadas de la cinta para derribarlos de los caballos. Los demás indios se
ocuparon en buscar a los que se habían metido en el monte y en hacer pedazos a
los que habían quedado retrasados. Esta fue la derrota que en Catiray los
indios dieron al doctor Sarabia, hombre amigo de su voluntad y opinión. Murieron
cuarenta y dos buenos soldados, y, entre ellos, muchos caballeros conocidos, como Sancho Medrano, natural de Soria, don Alonso de Torres,
de Cáceres, don Diego de los Ríos, hijo del capitán Gonzalo de los Ríos, Juan
de Pineda, de Sevilla, y Alonso Aguirre, de Córdoba. El general don Miguel
recogió su gente en un arroyo, y desde allí se vino derrotado al campamento. Ya
de noche, comenzaron a llegar soldados que venían heridos, y el gobernador Sarabia
los recibió con buen ánimo, y los consolaba. Don Miguel de Velasco (totalmente
contrario a que se hiciera el ataque) no fue a verlo a su tienda,
pero el gobernador mandó que fueran a llamarlo. Cuando vino, entró diciendo: 'Mis
pecados han sido la causa de mi perdición, y Dios quiera que solo a mí me
alcance esta desgracia'. El gobernador Sarabia (el único culpable del
desastre) lo consoló. Mandó también que
se vigilase el campamento, porque algunos soldados de poco ánimo habían cargado
sus bagajes para irse, y dio orden de que se los alancease, pero no se llevó a
cabo". En la imagen, Legutiano (Álava), origen del sufrido DON MIGUEL DE
VELASCO Y AVENDAÑO.
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