(997) Los indios acababan de construir el
fuerte en Alibamo con la sola intención de enfrentarse a los españoles. El
cronista describe sus características, enfocadas sobre todo a impedir el paso
de los caballos: "Era cuadrado, y la parte frontal tenía tres puertas
pequeñas y tan bajas, que no podía entrar hombre de a caballo por ellas. Tras
cada una de estas tres puertas, había otras tres, para que, si los españoles
ganasen las primeras, se defendiesen en las siguientes. Las últimas salían a un
río que pasaba detrás del fuerte. El río, aunque angosto, era muy hondo y de
barrancas muy altas, que con dificultad se podían subir y bajar a pie y de
ninguna manera a caballo. Y éste fue el intento de los indios: hacer un fuerte en
el que los castellanos no les atacasen con los caballos, sino que peleasen a
pie, porque a los infantes no les tenían temor alguno, por creerse superiores a
ellos".
Hernando de Soto repartió a su gente para
que, a un tiempo, atacasen en las tres puertas de entrada, confiando los grupos
a los capitanes Juan de Guzmán, Alonso Romo de Cardeñosa y Gonzalo Silvestre.
Aparecieron en cada puerta cien indios con la vistosidad de los gallos de
pelea: "Traían grandes plumajes sobre las cabezas y, para parecer más
feroces, venían todos ellos pintados a bandas las caras y los cuerpos, brazos y
piernas, y con toda gallardía
arremetieron a los españoles. Con las primeras flechas derribaron, hiriéndolos
en las piernas, a Diego de Castro, natural de Badajoz, y a Pedro de Torres,
natural de Burgos, ambos nobles y valientes, los cuales iban en la primera
hilera, a los lados de Gonzalo Silvestre. Francisco de Reinoso, caballero
natural de Astorga, viendo solo a Gonzalo Silvestre, que era su caudillo, se
pasó de la segunda fila a la primera por no dejarle ir solo. En el segundo escuadrón,
donde iba por capitán Juan de Guzmán, derribaron de otro flechazo con arpón de
pedernal a otro caballero llamado Luis Bravo de Jerez. Al capitán Alonso Romo
de Cardeñosa, que iba a combatir en la tercera puerta, le quitaron de su lado a
uno de sus dos compañeros, llamado Francisco de Figueroa, muy noble en sangre y
en virtud, natural de Zafra, el cual fue asimismo herido en el muslo, pues
estos indios tiraban a los españoles de los muslos abajo, que era lo que
llevaban sin protección. Estos tres caballeros murieron poco después de la
batalla, y causaron con su muerte mucha lástima (los heridos de flecha
fueron cuatro; habrá que suponer que el cronista se refiere a los tres últimos),
porque eran nobles, valientes y mozos, ya que ninguno de ellos llegaba a los
veinticinco años. Viendo los nuestros
que seguían tirando a las piernas, atacaron en tromba a los contrarios para impedirles
que lanzasen sus flechas, con que tanto daño les hacían, y así, acometiéndolos
con toda furia y presteza, los retiraron hasta las puertas del fuerte".
Hernando de Soto nunca rehuía el cuerpo a
cuerpo: "El gobernador, puesto a un lado
de los escuadrones con veinte de a caballo, y los capitanes Andrés de
Vasconcelos y Juan de Añasco al otro lado, con otros treinta caballeros,
arremetieron contra los indios. Uno de ellos tiró una flecha al general, que
iba delante de los suyos, y le dio sobre la celada, encima de la frente, un
golpe tan recio, que confesó después haberle hecho ver relámpagos. Por esta
arremetida de los españoles, los indios se retiraron hasta la pared del fuerte,
donde, por ser las puertas tan pequeñas y no poder entrar dentro todos los
indios, fue grande la mortandad de ellos".
(Imagen) Cuenta Inca Garcilaso algo que
ocurrió antes de que los hombres de Hernando de Soto llegaran a Mabila. La
explicación que da de los hechos parece
increíble, pero lo que no tiene duda es que murieron muchos soldados: "Es
de saber que, luego que nuestros españoles salieron de la gran provincia de
Coza y entraron en la de Tuscaluza, tuvieron necesidad de sal, y, habiendo
pasado algunos días sin ella, sintieron que les hacía mucha falta, y algunos,
cuya complexión debía de pedirla más que la de los otros, fallecieron por este
motivo con una muerte extrañísima. Les daba una calenturilla lenta, y, al
tercero o cuarto día, no había quien a cincuenta pasos pudiese sufrir el hedor
de sus cuerpos, que era más pestífero que el de los perros o gatos muertos. Y
así perecían sin remedio alguno, ya que no llevaban médico ni tenían medicinas
ni, aunque las hubiera, les habrían servido de provecho, pues, cuando sentían
la calenturilla, ya estaban corrompidos, y tenían el vientre y las tripas
verdes como hierbas desde el pecho abajo. De esta manera empezaron a morir
algunos con gran horror y alarma de sus compañeros, por cuyo temor muchos de
ellos usaron del remedio que los indios hacían para preservarse y socorrerse en
aquella necesidad, y era que quemaban cierta hierba que ellos conocían, y de la
ceniza hacían lejía, y en ella, como en salsa, mojaban lo que comían, y con
esto se preservaban de morir podridos como los españoles. Muchos de los
enfermos, por ser soberbios y presuntuosos, no querían usar de este remedio, pareciéndoles
cosa sucia e indecente a su calidad, y decían que era bajeza hacer lo que los
indios hacían. Y estos tales fueron los que murieron, y, cuando en su mal
pedían la lejía, ya no les aprovechaba, por haber pasado el tiempo en el que podía
evitar que viniese la corrupción. Así murieron más de sesenta españoles en la
temporada que les faltó la sal, que fue casi un año". Luego el cronista
censura su altanería con una dura moraleja, quizá ofendido como mestizo:
"Es castigo merecido de soberbios que no hallen en la necesidad lo que
despreciaron en la abundancia". Parece extraño, pero no cabe duda de que
una grave hiponatremia (escasez de sodio) puede llevar a la muerte
(especialmente por lesión cerebral), aunque no he logrado comprobar que sea a
través de los espantosos síntomas que Inca Garcilaso describe. Es posible que
la verdadera causa fuera otra.
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