(976) Hernando de Soto le contestó a la
cacica como correspondía a su generosidad: "El gobernador respondió con
mucho agradecimiento a sus buenas palabras y promesas y estimó en mucho que, en
tiempo que su tierra pasaba necesidad, le ofreciese más de lo que le pedía. Le
dijo también que él y su gente procurarían pasarse con la menos comida que ser
pudiese por no darle tanta molestia. Además de esto, hablaron de otras cosas sobre
aquellas provincias, y a todo lo que el gobernador le preguntó respondió la
india con mucha satisfacción de los circunstantes, de manera que los españoles
se admiraban de oír tan buenas palabras, y tan bien concertadas, que mostraban
la discreción de una bárbara nacida y criada lejos de toda buena enseñanza y
policía. Notaron nuestros españoles que los indios de esta provincia, y de las
dos que atrás quedaron, eran más afables y menos feroces que todos los que
habían hallado, porque en las demás provincias, aunque ofrecían paz, y la
guardaban, siempre era sospechosa, pues en sus ademanes y palabras ásperas se
les veía que la amistad era más fingida que verdadera. Lo cual no hubo en la
gente de esta provincia Cofitachequi, ni en las de Cofaqui y Cofa, que atrás
quedan, sino que parecía que toda su vida se habían criado con los españoles".
Hay que considerar que la versión de Inca Garcilaso es muy fiable, pues contaba
con los informes coincidentes de tres testigos de los hechos, Gonzalo Silvestre,
Alonso de Carmona y Juan Coles, en lo que el cronista ya se apoyó anteriormente
para ganarse la confianza del lector.
La siguiente urgencia era pasar a la otra
orilla: "El gobernador se quedó en la ribera del río para dar orden de que
con brevedad lo pasase el ejército. Envió recado al maestre de campo para que
con toda presteza viniese la gente donde él quedaba. Los indios entretanto
hicieron grandes balsas y trajeron muchas canoas, y, con la diligencia que
ellos y los castellanos pusieron, pasaron el río durante el día siguiente,
aunque con desgracia y pérdida, pues, por descuido de algunos que se ocupaban del
pasaje de la gente, se ahogaron cuatro caballos, de manera que, por ser tan
necesarios y de tanta importancia para la gente, lo sintieron nuestros
españoles más que si fueran muertes de hermanos (los cronistas de la época
eran muy dados a las hipérboles). Alonso de Carmona dice que fueron siete
los caballos que se ahogaron y que fue por culpa de sus dueños, que los echaron
al río sin saber por dónde habían de pasar, y que, llegando a cierta parte del
río, se hundían y no aparecían más; debía de ser algún bravo remolino que se
los tragaba. Pasado el río, se alojó el ejército en medio del pueblo,
desembarazado por los indios, y, para los que no cupieron, hicieron grandes y
frescas ramadas, que había mucha y muy buena arboleda con que hacerlas. Había
asimismo entre las ramadas muchos árboles con diversas frutas, y grandes
morales mayores y más viciosos (en el sentido de fértiles o sabrosos)
que los que hasta allí se habían visto. Damos siempre particular noticia de
este árbol por la nobleza de él y por la utilidad de la seda, que doquiera se
debe estimar en mucho. El día siguiente se informó el gobernador de la
disposición y partes de aquella provincia llamada Cofitachequi. Halló que era
fértil para todo lo que quisiesen plantar, sembrar y criar en ella. Supo,
asimismo, que la madre de la señora de aquella provincia estaba a doce leguas
de allí, retirada como viuda. Le pidió a la hija que enviase por ella. La cual
envió a doce indios principales, suplicándole que viniese a visitar al
gobernador y ver una gente nunca vista, que traían unos animales extraños".
(Imagen) Parece ser que el asentamiento
indígena de la zona de Cofitachequi, encontrado por Hernando de Soto en abril
de 1540, tuvo su origen a principios del siglo XIV, siendo abandonado a finales
del XVII. Veamos cómo describe Inca Garcilaso una escena de absoluta delicadeza
por parte de la cacica del lugar y de Hernando de Soto: "La señora de Cofitachequi, según hablaba con el
gobernador, fue quitando poco a poco una gran sarta de perlas gruesas que
rodeaban su cuello como avellanas que le daban tres vueltas al cuello y descendían
hasta los muslos. Y, habiéndolas quitado, le dijo a Juan Ortiz, el intérprete, que
se las diese al gobernador. Juan Ortiz le respondió que se las diese de su
propia mano, pues las tendría en más. La india replicó que no osaba, por no ir
contra la honestidad que las mujeres debían tener. Cuando supo Hernando de Soto
por Juan Ortiz lo que aquella señora decía, le dijo: 'Decidle que en más
estimaré el favor de dármelas de su propia mano que el valor de la joya, y que,
hacerlo así, no va contra su honestidad, pues se trata de paces y amistad,
cosas muy lícitas e importantes entre gentes no conocidas». La señora, habiendo
oído a Juan Ortiz, se levantó para dar las perlas de su mano al gobernador, el
cual hizo lo mismo para recibirlas y, habiéndose quitado del dedo una sortija
de oro con muy hermoso rubí que traía, se la dio a la señora en señal de la paz
y amistad que entre ellos se trataba. La india lo recibió con mucho
comedimiento y lo puso en un dedo de sus manos. Después ella se volvió a su pueblo
dejando a nuestros castellanos muy satisfechos y enamorados así de su buena
discreción como de su mucha hermosura, y tan embelesados quedaron con ella, que
no llegaron a saber cómo se llamaba, sino que se contentaron con llamarla
señora, y tuvieron razón, porque lo era en toda cosa. Y como ellos no supieron
el nombre, no pude yo ponerlo aquí, que muchos descuidos de éstos y otros
semejantes hubo en este descubrimiento". A pesar de que el encuentro con
los indios y con la cacica había sido extraordinariamente afable, va a ocurrir
un penoso incidente (que enseguida veremos). Se deberá a que la madre de ella
vivía, y parece ser que, como viuda de un poderoso cacique, su carácter había
quedado marcado, o acentuado, por una
tendencia autoritaria y opuesta a las sutiles delicadezas diplomáticas. (En la
imagen, para mayor expresividad, la cacica le entrega el collar entero, y no
las perlas sueltas).
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