(830) Y tuvo éxito la llamada de los
soldados revoltosos: "Fueron muchos los que se animaron a ir a las
Charcas, y, entre ellos, fue un caballero que se llamaba Don Sebastián de
Castilla, hijo del Conde de la Gomera, y hermano de Don Baltasar de Castilla,
de quien la Historia ha hecho larga memoria. Salió del Cuzco este caballero con
seis soldados famosos, porque Vasco Godínez, que era el principal promotor de
la rebelión que deseaban hacer, le escribió una carta sobre su intención,
diciéndole que Pedro de Hinojosa había prometido ser el general de ellos. Don
Sebastián de Castilla y sus compañeros salieron de noche del Cuzco, y llegaron
a Potosí, donde fueron muy bien recibidos. Aunque el regidor del Cuzco había
enviado gente para que los prendiesen, nadie los ayudó, porque Don Sebastián de
Castilla era un galán más apropiado para la Corte Real que para general de una
sublevación tiránica. Y por eso falleció pronto el pobre caballero, pues fue
por la traición de los que le utilizaron para su rebeldía, por no querer hacer
las crueldades y muertes que le pedían, y no por sus propias maldades, ya que
no las tuvo".
Es de suponer que el virrey, a pesar de su
enfermedad, siguiera con gran preocupación las noticias sobre sospechosos
movimientos de soldados, pero no tuvo ocasión de verse envuelto en los
inminentes motines: "Entonces sucedió la muerte del buen virrey Don Antonio
de Mendoza, que fue grandísima pérdida para todo el Perú. Se celebraron sus
exequias con mucho sentimiento y toda solemnidad. Pusieron su cuerpo en la
catedral de Lima, a mano derecha del altar mayor, y, a su derecha, estaba
depositado en su tumba el cuerpo del Marqués Don Francisco Pizarro. No faltaron
murmuradores diciendo que, por ser Don Francisco el ganador de aquel imperio y
fundador de la ciudad, se debería poner su cuerpo más cerca del altar mayor que
el del virrey. Los oidores de la Audiencia nombraron entonces corregidor del
Cuzco a un caballero que se llamaba Gil Ramírez Dávalos, criado del virrey,
sustituyendo al mariscal (Alonso de
Alvarado), quien marchó luego a la ciudad de la Paz, donde tenía su
repartimiento de indios".
Da la impresión de que estas últimas
rebeliones tuvieron un carácter más rastrero y anárquico que las anteriores:
"En aquel tiempo andaban los soldados tan belicosos en el Perú,
especialmente en las Charcas y en Potosí, que cada día había muchas pendencias,
no solo de soldados famosos, sino también de mercaderes y de tratantes. Eran
tantas las pendencias, que la justicia no podía frenarlas. Se diría que la
Discordia y todos sus ministros anunciaban los motines que poco después
sucedieron". Nos explica también que, en medio de aquel ambiente de
desorden generalizado, había muchos duelos personales, y luego detalla uno de
ellos, en el que jugó un papel alguien de triste memoria en los motines que
veremos en seguida: Egas de Guzmán. Inca Garcilaso nos pone en situación de lo
que ocurrió, y lo que narra tiene el valor de hacernos comprender hasta qué
punto los piques de orgullo podían borrar toda sensatez en aquellos soldados
tan acostumbrados a la violencia ciega, haciendo bueno el dicho de que, de
valientes, están empedrados los cementerios.
(Imagen) Como saliendo de una espesa
niebla marina nos aparece de repente, citado por el cronista, un personaje
nuevo en el agitado ruedo peruano: DON GIL RAMÍREZ DÁVALOS. Era de una
familia aristocrática; un antepasado suyo, con el mismo nombre, fue alcalde del
castillo de Linares, en rebeldía contra el rey Juan II de Castilla (padre de
Isabel la Católica). Don Gil había nacido en Baeza (Jaén) el año 1510, y nos
dice Inca Garcilaso que era criado del Virrey Don Antonio de Mendoza, en el
sentido noble que tenía entonces la palabra, pues, formando sus padres parte de
la corte de Mendoza (Marqués de Mondéjar y Conde de Tendilla), se educó desde
niño en su palacio; después llegó a las Indias en 1535, acompañando al marqués,
recién nombrado virrey de México. Estuvo sirviéndolo en aquellas tierras
durante 15 años, inmerso en constantes batallas de pacificación de los indios.
Era un hombre valiente y apuesto, pero la pedrada de un nativo le destrozó la
dentadura, siendo otro de los numerosísimos españoles mutilados, ciegos,
mancos, cojos o descalabrados que deambulaban por las Indias (recordemos cómo a
Alonso de Loaysa una pelota de arcabuz le arrancó la mandíbula inferior). El
año 1551, Don Antonio de Mendoza fue a Perú como nuevo virrey, y no dudó en
llevarse consigo al fiel y eficaz DON GIL RAMÍREZ DÁVALOS. Muerto el virrey un
año después, los oidores de la Audiencia de Lima, conscientes de la gran valía
de Don Gil y del peligro de rebelión de los soldados descontentos, le dieron,
para la ciudad del Cuzco, los cargos de la máxima autoridad: corregidor y
justicia mayor. Pero se estrenó cometiendo un error. El peligroso Francisco
Hernández Girón le entregó una relación de protestas contra el rigor de los
oidores en su intento de aplicar normas que mermaban los derechos de los
encomenderos, y Don Gil, no solo no leyó el escrito, sino que lo rompió.
Veremos pronto cómo Girón inició su rebeldía sangrienta matando a varios en la
boda de Alonso de Loaysa (el de la mandíbula). Sobre la marcha, seguiremos
hablando de DON GIL RAMÍREZ DÁVALOS, de quien la imagen muestra parte de su
expediente de méritos y servicios.
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