sábado, 19 de septiembre de 2020

(Día 1218) Habla el cronista como testigo directo en el Cuzco de los duros castigos que, siendo niño, vio dar a los derrotados. Los perdones de Pedro de la Gasca trajeron su victoria, pero, después, le fue imposible repartir los premios con justicia.

 

     (808) Eran la misma ciudad, el Cuzco, y las mismas celebraciones que se hicieron anteriormente para homenajear al victorioso Diego Centeno, y, asimismo, acto seguido, el mismo horror de los castigos a los vencidos. El arte de disfrutar de la tragicomedia. Esta vez, el protagonista será Pedro de la Gasca. Aquel niño de nueve años, Inca Garcilaso, también presenció los sufrimientos de los condenados: "El presidente La Gasca les confió al oidor Andrés de Cianca y al maestre de campo Alonso de Alvarado la misión de castigar a los tiranos. Ahorcaron a muchos soldados famosos, de los de Pizarro, descuartizaron a otros muchos, y azotaron, de cuatro en cuatro o de seis en seis, a más de cien soldados españoles. Yo los vi a todos, pues salíamos los muchachos a ver aquel castigo, que se hacía con gran escándalo de los indios, al ver que con tanta infamia tratasen a los españoles los de su misma nación, porque, hasta entonces, aunque había habido muchos ahorcados, no se había visto español alguno azotado. Y, para mayor infamia, los llevaban a su castigo montados sobre carneros del país (llamas), en lugar de mulas o rocines; luego los condenaron a todos a galeras".

     Como Pedro de la Gasca no podía faltar a sus promesas de perdón, se produjo inevitablemente un gran desequilibrio en la balanza de la justicia. Para quienes se pasaron a su bando, aunque fuera en el último minuto de la batalla de Jaquijaguana, hubo 'indulgencia plenaria'. Era como una aplicación en este perro mundo del milagroso efecto de una confesión sacramental hecha segundos antes de morir, a la que se aferraban ansiosamente los más empecatados para entrar en el Paraíso. Pero en este perro mundo ese desequilibrio molestó a muchos: "El presidente La Gasca pregonó el perdón general, a todos los que acompañaron al Estandarte Real en la batalla de Jaquijaguana, de todo lo que pudiesen haber delinquido durante la rebelión de Gonzalo Pizarro, aunque hubiesen matado al virrey Blasco Núñez Vela o a otros ministros de su Majestad. El presidente La Gasca, aunque había alcanzado la victoria y degollado a sus enemigos, andaba más acongojado y afligido que en la guerra, porque en ella hubo muchos que le ayudaron a llevar sus cuidados, pero, en la paz, estaba solo para soportar las importunidades, demandas y pesadumbres de dos mil quinientos hombres que reclamaban paga por los servicios prestados, y ninguno de ellos, por inútil que hubiese sido, dejaba de imaginar que merecía el mejor repartimiento de indios que había en todo el Perú. Y los personajes que le habían ayudado a Pedro de la Gasca en la guerra, esos eran los que ahora, en la paz, más le fatigaban, haciéndole peticiones con tanta instancia y molestia, que, por quitarse alguna parte de estas pesadumbres, decidió irse al valle del río Apurimac, para hacer allí los repartimientos de indios con más quietud. Llevó consigo a su secretario, Pedro López de Cazalla y al obispo de Lima, Don Jerónimo de Loaysa, y mandó que nadie le molestase. Tomó también la precaución de enviar soldados por diversas partes, para que fuesen a nuevas conquistas y ganar nuevas tierras, como lo habían hechos los que ganaron aquel imperio. Pero envió pocos, debido a la prisa que tenía en salir de aquellos reinos antes de que se levantase algún motín de gente descontenta y quejosa, con razón o sin ella".

 

     (Imagen) Nos habla Inca Garcilaso de las ganas que tenía de volver a España PEDRO DE LA GASCA. Derrotó a Gonzalo Pizarro, pero se vio acosado por una imposible tarea: satisfacer las peticiones de recompensas que le reclamaban, casi siempre abusivamente, quienes le habían sido fieles, aunque solo fuera en el último momento de la batalla de Jaquijaguana. Perú, debido a tantos años de anarquía, se había convertido en un apestoso pantano de corrupción, y él intentaba premiar a quienes lo mereciesen. Sirva de ejemplo lo que le contaba al Rey en un informe enviado cinco meses después del final de las guerras: "En esta tierra, como está tan lejos de Su Majestad, hay muchos desórdenes. Uno de ellos es que los que tienen escribanías públicas las venden, y los cabildos aceptan a los que las compran, y los admiten como si tuviesen título legítimo. Por terminar con esta mala costumbre, nombré para esos cargos a algunos que lo merecían. Así lo hice con Francisco Hernández, natural de Medellín, que había sido buen servidor de Su Majestad, nombrándole escribano del Cuzco, donde sustituía a Francisco Lazcano, natural de Segovia. También le pido a Su Majestad una ayuda para dos hijos bastardos de este Lazcano, ya que él, sirviendo a vuestra causa en la batalla de Huarina, perdió un brazo y una pierna, y después fue ahorcado por Francisco de Carvajal, y desposeído de sus bienes". La Gasca estuvo tan ocupado durante años, que se sentía culpable por las pocas misas que celebraba. Hasta el punto de que, en desagravio, fundó en Valladolid la iglesia de la Magdalena, donde está su sepulcro (el de la imagen). Esto escribió al fundarla: "Nos, Don Pedro de la Gasca, Obispo y Señor de Sigüenza, Obispo que fuimos de Palencia y miembro del Consejo de su Majestad, edificamos la iglesia de la Magdalena de Valladolid, y la dotamos (para misas), con el fin de suplir las faltas que tuvimos en celebrar (en tiempos del Emperador Carlos V) durante la visita a los tribunales del Reino de Valencia, la defensa de aquel reino y de las islas de Mallorca, Menorca e Ibiza, y cuando en 1542 atacó el Turco junto al Francés (Francisco I), y en la ida al Perú, por lo que por más de ocho años no dijimos misa (no nos atrevimos), aunque teníamos las licencias para no caer en irregularidad".




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