(808) Eran la misma ciudad, el Cuzco, y
las mismas celebraciones que se hicieron anteriormente para homenajear al
victorioso Diego Centeno, y, asimismo, acto seguido, el mismo horror de los
castigos a los vencidos. El arte de disfrutar de la tragicomedia. Esta vez, el
protagonista será Pedro de la Gasca. Aquel niño de nueve años, Inca Garcilaso,
también presenció los sufrimientos de los condenados: "El presidente La
Gasca les confió al oidor Andrés de Cianca y al maestre de campo Alonso de Alvarado
la misión de castigar a los tiranos. Ahorcaron a muchos soldados famosos, de
los de Pizarro, descuartizaron a otros muchos, y azotaron, de cuatro en cuatro
o de seis en seis, a más de cien soldados españoles. Yo los vi a todos, pues
salíamos los muchachos a ver aquel castigo, que se hacía con gran escándalo de
los indios, al ver que con tanta infamia tratasen a los españoles los de su
misma nación, porque, hasta entonces, aunque había habido muchos ahorcados, no
se había visto español alguno azotado. Y, para mayor infamia, los llevaban a su
castigo montados sobre carneros del país (llamas),
en lugar de mulas o rocines; luego los condenaron a todos a galeras".
Como Pedro de la Gasca no podía faltar a
sus promesas de perdón, se produjo inevitablemente un gran desequilibrio en la
balanza de la justicia. Para quienes se pasaron a su bando, aunque fuera en el
último minuto de la batalla de Jaquijaguana, hubo 'indulgencia plenaria'. Era
como una aplicación en este perro mundo del milagroso efecto de una confesión
sacramental hecha segundos antes de morir, a la que se aferraban ansiosamente
los más empecatados para entrar en el Paraíso. Pero en este perro mundo ese
desequilibrio molestó a muchos: "El presidente La Gasca pregonó el perdón
general, a todos los que acompañaron al Estandarte Real en la batalla de
Jaquijaguana, de todo lo que pudiesen haber delinquido durante la rebelión de
Gonzalo Pizarro, aunque hubiesen matado al virrey Blasco Núñez Vela o a otros
ministros de su Majestad. El presidente La Gasca, aunque había alcanzado la
victoria y degollado a sus enemigos, andaba más acongojado y afligido que en la
guerra, porque en ella hubo muchos que le ayudaron a llevar sus cuidados, pero,
en la paz, estaba solo para soportar las importunidades, demandas y pesadumbres
de dos mil quinientos hombres que reclamaban paga por los servicios prestados,
y ninguno de ellos, por inútil que hubiese sido, dejaba de imaginar que merecía
el mejor repartimiento de indios que había en todo el Perú. Y los personajes
que le habían ayudado a Pedro de la Gasca en la guerra, esos eran los que
ahora, en la paz, más le fatigaban, haciéndole peticiones con tanta instancia y
molestia, que, por quitarse alguna parte de estas pesadumbres, decidió irse al
valle del río Apurimac, para hacer allí los repartimientos de indios con más
quietud. Llevó consigo a su secretario, Pedro López de Cazalla y al obispo de
Lima, Don Jerónimo de Loaysa, y mandó que nadie le molestase. Tomó también la
precaución de enviar soldados por diversas partes, para que fuesen a nuevas
conquistas y ganar nuevas tierras, como lo habían hechos los que ganaron aquel
imperio. Pero envió pocos, debido a la prisa que tenía en salir de aquellos
reinos antes de que se levantase algún motín de gente descontenta y quejosa,
con razón o sin ella".
(Imagen) Nos habla Inca Garcilaso de las
ganas que tenía de volver a España PEDRO DE LA GASCA. Derrotó a Gonzalo
Pizarro, pero se vio acosado por una imposible tarea: satisfacer las peticiones
de recompensas que le reclamaban, casi siempre abusivamente, quienes le habían
sido fieles, aunque solo fuera en el último momento de la batalla de
Jaquijaguana. Perú, debido a tantos años de anarquía, se había convertido en un
apestoso pantano de corrupción, y él intentaba premiar a quienes lo mereciesen.
Sirva de ejemplo lo que le contaba al Rey en un informe enviado cinco meses
después del final de las guerras: "En esta tierra, como está tan lejos de
Su Majestad, hay muchos desórdenes. Uno de ellos es que los que tienen
escribanías públicas las venden, y los cabildos aceptan a los que las compran,
y los admiten como si tuviesen título legítimo. Por terminar con esta mala
costumbre, nombré para esos cargos a algunos que lo merecían. Así lo hice con
Francisco Hernández, natural de Medellín, que había sido buen servidor de Su
Majestad, nombrándole escribano del Cuzco, donde sustituía a Francisco Lazcano,
natural de Segovia. También le pido a Su Majestad una ayuda para dos hijos
bastardos de este Lazcano, ya que él, sirviendo a vuestra causa en la batalla
de Huarina, perdió un brazo y una pierna, y después fue ahorcado por Francisco
de Carvajal, y desposeído de sus bienes". La Gasca estuvo tan ocupado
durante años, que se sentía culpable por las pocas misas que celebraba. Hasta
el punto de que, en desagravio, fundó en Valladolid la iglesia de la Magdalena,
donde está su sepulcro (el de la imagen). Esto escribió al fundarla: "Nos,
Don Pedro de la Gasca, Obispo y Señor de Sigüenza, Obispo que fuimos de
Palencia y miembro del Consejo de su Majestad, edificamos la iglesia de la
Magdalena de Valladolid, y la dotamos (para
misas), con el fin de suplir las faltas que tuvimos en celebrar (en tiempos
del Emperador Carlos V) durante la visita a los tribunales del Reino de
Valencia, la defensa de aquel reino y de las islas de Mallorca, Menorca e
Ibiza, y cuando en 1542 atacó el Turco junto al Francés (Francisco I), y en la ida al Perú, por lo que por más de ocho años
no dijimos misa (no nos atrevimos), aunque teníamos las licencias para no caer
en irregularidad".
No hay comentarios:
Publicar un comentario