(681) Inca Garcilaso deja súbitamente a
Gonzalo Pizarro y a Carvajal disfrutando de sus éxitos en Lima, y nos traslada
a España, donde se va a diseñar algo decisivo para el futuro de las guerras
civiles. Llegaron a la Corte dos emisarios desde Perú, pero sin saber que,
durante su viaje, había sido derrotado y asesinado el virrey: "Vinieron a
España Diego Álvarez Cueto (cuñado del virrey) y Francisco Maldonado,
embajadores, este, de Gonzalo Pizarro, y aquel del virrey Blasco Núñez Vela.
Fueron a Valladolid, donde residía la Corte, y gobernada el Príncipe Don
Felipe, por ausencia del emperador, su padre, que estaba en Alemania. Cada uno
de los embajadores informó como mejor pudo (extraña situación), a su
Alteza y a los del Consejo de Indias, de lo que sucedió en Perú hasta que
salieron ellos, pues aún no había ocurrido la muerte del virrey"
Al Príncipe Felipe le apenó mucho conocer
los horrores de aquellas guerras, y decidió aconsejarse por medio de varios
notables. La lista incluye a políticos importantes y a altos dignatarios de la
Iglesia, poniendo de manifiesto el gran peso administrativo que estos últimos
tenían. Reunió a los siguientes: el cardenal Juan Tavera, arzobispo de Toledo,
el cardenal García de Loaysa, arzobispo de Sevilla, Don Francisco de Valdés,
presidente del Consejo Real y obispo de Sigüenza, el Duque de Alba, el Conde de
Osorno, el Comendador Mayor de León, Francisco de los Cobos, el Comendador
Mayor de Castilla, Don Juan de Zúñiga, el licenciado Ramírez, obispo de Cuenca
y presidente de la Audiencia de Valladolid, los oidores del Consejo de las
Indias y otras personas de gran autoridad.
Regir el gran imperio español tenía el
grave inconveniente de las enormes distancias. Cuando el Príncipe Felipe y sus
asesores se percataron de que era una barbaridad que el virrey tratara de
imponer las Leyes Nuevas como un Quijote solitario (y estricto cumplidor de su
deber), comprendieron que era necesario rectificar los planteamientos: "Se
admiraron de que las Leyes Nuevas, que
se habían hecho para bien de los indios y los españoles de Perú, se hubiesen
trocado tan en contra, que hubiesen sido la causa de la destrucción de los unos
y de los otros, y de haber puesto aquel reino en peligro de que el Emperador lo
perdiese".
Era un problema peliagudo, y hubo dos
planteamientos diferentes. Algunos pensaron que había que responder al desafío
con las armas, preparando un ejército poderoso con capitanes de gran valía.
Pero pronto se desechó, por extraordinariamente costoso, y por la dificultad de
transportarlo a través de dos mares, el Atlántico y la costa del Pacífico.
Quizá en un alarde de optimismo, confiaron en otra solución, aparentemente
demasiado suave, pero que iba a resultar eficaz. Para ello, tenían que
encontrar a un hombre excepcional, un mirlo blanco: "Puesto que el mal
había nacido del rigor de las leyes y de la aspereza del carácter del virrey,
había que cambiar las leyes, y enviar con ellas a un hombre blando, prudente,
con experiencia, sagaz, astuto, mañoso y que supiese manejar las cosas de la
paz y de la guerra. Eligieron al licenciado Pedro de la Gasca, clérigo, y así
se lo escribieron a Su Majestad, para que aprobase la elección".
(Imagen) Ya hablamos de que ALONSO DE
TORO, gran capitán, pero de pésimo carácter, murió a manos de su suegro. Dado
que circulan muchos errores sobre cómo y cuándo ocurrió, recurro ahora al
cronista Santa Clara porque nadie como él abunda en detalles. Alonso tenía el
mando en el Cuzco, en representación de Gonzalo Pizarro: "Estaba casado
con una mujer muy virtuosa, llamada Catalina de Salazar, hermosa y moza de unos
25 años, y sus padres vivían con ellos, porque eran pobres y recién venidos de
la ciudad de Toledo. Este Alonso le daba muy mala vida a su mujer, porque metió
en la casa a una india a la que tenía como manceba, y era de las principales de
aquella tierra, a la que amaba más que a su mujer porque la había tenido ya
antes de casarse. Viendo la madre de su mujer la crueldad con que su yerno
trataba a Catalina, se lo reprendía, y él, enojado, la maltrató, y también a su
hija, de cuyo pesar enfermó la madre, y murió. Viéndola muerta su marido, Juan
Rodríguez, y a su hija tan mal casada, le tomó grandísimo odio a Alonso. Un día
que le vio aporrear a su hija, arremetió contra él y lo mató a cuchilladas.
Luego el anciano se retiró al monasterio de Santo Domingo, donde hizo profesión
religiosa y, al cabo de unos años, dio su ánima al Creador". Nadie quiso
que se castigara a Juan Rodríguez, por considerar comprensible su reacción, y
porque ALONSO DE TORO era admirado como militar, pero despreciado como persona.
Y, sin embargo, quien más tenía que haberse alegrado de su muerte, Francisco de
Carvajal, porque Alonso de Toro lo odiaba desde el día en que le arrebató el
importante puesto de maestre de campo de Gonzalo Pizarro, no pudo evitar las
lágrimas (a pesar de su corazón de piedra) cuando se enteró: "Carvajal se
lo dijo luego a sus capitanes con tanta tristeza y dolor como si el difunto
fuera su hermano. En vida fueron estos hombres mortales enemigos, pero él aseguró
que no lo hacía porque le quisiera bien, sino porque era un gran servidor y
amigo de Gonzalo Pizarro. Y, además (añade el cronista), porque
adivinaba que, andando el tiempo, le iba a hacer mucha falta".
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