(664) En medio de aquella desatada
crueldad, algunos trataron sin ningún respeto al difunto virrey: "Entonces
llevaron su cabeza a la picota de la plaza. Unos soldados, muy desacatados, le
pelaron parte de las barbas. Y un capitán de los que yo conocí (Inca Garcilaso
se calla el nombre, pero pronto nos lo dirá otro cronista), llevó algunos
días por pluma de su sombrero parte de las barbas, hasta que se las mandaron
quitar. Así acabó este buen caballero, Blasco Núñez Vela, por querer porfiar
tanto en la ejecución de lo que ni a su Rey ni a aquel reino convenía". La
frase no es afortunada, y el cronista añade otra que le hace justicia al
virrey: "Pero no tuvo tanta culpa como se le atribuye, porque hizo
estrictamente lo que se le mandaba". Los cronistas suelen pecar de adular
al monarca, tapando sus responsabilidades. Inca Garcilaso evitó decir "lo
que le mandaba el Rey", quien, además, le había dejado claro al
virrey, cuando partió de España, que tenía que ser absolutamente riguroso al
imponer las leyes, ejecutando a quien se resistiera.
No se sabe si es demasiado bonito lo que
Inca Garcilaso cuenta de Gonzalo Pizarro, pero parece ser que supo comportarse
como un caballeroso ganador. Va a decir también que, de haber estado presente
Francisco de Carvajal, el cual andaba persiguiendo a Diego Centeno a más de mil
kilómetros de distancia, habría llevado a cabo una carnicería: "Gonzalo
Pizarro, viendo ya conseguida la victoria, mandó tocar a retirada, porque su
gente andaba dando alcance a los vencidos, y les hacían mucho daño. En la
batalla y en el alcance, murieron doscientos hombres de la parte del virrey, y
no más de siete en el bando de Gonzalo Pizarro. A los unos y a los otros
enterraron en aquel campo, echando hasta siete cuerpos en cada hoyo. Al virrey,
a Sancho Sánchez de Ávila, a Juan Cabrera, al licenciado Gallego, al capitán
Cepeda, natural de Plasencia, y a otros de los principales llevaron a la ciudad
de Quito, y los enterraron en la iglesia mayor con gran pompa y solemnidad.
Gonzalo Pizarro se puso de luto, y los principales de su campo hicieron lo
mismo. Quedaron heridos Don Antonio de Montemayor, el gobernador Sebastián de
Belalcázar y Francisco Hernández Girón (entre otros muchos)".
Nos aclara después que Francisco Hernández
Girón sobrevivió de milagro: "Gonzalo Pizarro quiso matarlo, y aun lo tuvo
mandado (que, ciertamente, no se habría perdido nada, pues luego, con su
rebeldía, causó mucho daño en Perú), mas, por muchos ruegos que tuvo, ya que
era muy querido, había peleado valientemente y era pariente de Lorenzo de
Aldana, lo perdonó".
Rechaza la versión que he recogido
recientemente de varios cronistas sobre la muerte de alguien poco recomendable:
"El licenciado Alonso Álvarez, oidor de la Audiencia de Lima, al que
siempre llevaba consigo el virrey, salió mal herido de la batalla, de lo que
murió pocos días después, aunque algunos cizañeros dijeron que lo mataron los
cirujanos por un trato que hicieron con Gonzalo Pizarro". De lo que no hay
duda es de que se había convertido en un hombre odioso para Pizarro por haber
puesto en libertad al virrey y luchar a su lado.
(Imagen) El capitán LOPE MONTALVO DE LUGO fue
en 1541 tras la pista del tantas veces buscado Eldorado, bajo el mando de
Hernán Pérez de Quesada, y volvieron fracasados, habiendo transcurrido más de
un año de atormentadas andanzas. Después fue sustituido en Bogotá por PEDRO DE
URSÚA, cuyo tío, MIGUEL DÍEZ DE ARMENDÁRIZ, llegaba entonces enviado por el Rey,
para hacerse cargo de la administración de aquel territorio. Fue bien recibido,
incluso por SEBASTIÁN DE BELALCÁZAR, aunque más tarde se enfrentaron en un
grave conflicto. Ya de entrada, ARMENDÁRIZ se mostró muy autoritario, pero no
tuvo reparos en acusar a otros (con motivo o sin él) de crueldad. La imagen
muestra lo que le contó al Rey sobre el fundador y gobernador de Cartagena de
Indias, PEDRO DE HEREDIA, quien, ciertamente, tenía fama de brutal. Le dice que
aperreó a varios indios pacíficos, y luego los flechó, sin haber hecho
previamente una investigación y un juicio. Se buscó muchos enemigos por tratar
de imponer las Leyes Nuevas. Su mayor error fue asignarle poderes de conquista
a JORGE ROBLEDO en terreno de BELALCÁZAR, sin tener aún respaldada
protocolariamente la legítima autorización del Rey. Belalcázar aprovechó ese
teórico fallo jurídico para enfrentarse en batalla a Robledo y matarlo.
Armendáriz cayó después en desgracia. Fue procesado y encarcelado. Volvió a España,
se ordenó sacerdote, ejerció como canónigo en la catedral de Sigüenza y, aunque
se dice que murió hacia 1552, hay constancia de que aún vivía el año 1564. En
cuanto a SEBASTIÁN DE BELALCÁZAR, cuya poderosa personalidad lo convertía en
sospechoso de buscar solamente su propia gloria, con gran preocupación para
Francisco Pizarro, hay que decir que coqueteó ambiguamente entre la lealtad a
los rebeldes y a la Corona, pero nunca se pilló los dedos. En la batalla de
Iñaquito vio claro que le convenía servir al virrey, y luchó bravamente a su
lado, a pesar de que sabría mejor que nadie que aquello era una derrota
anunciada. Aunque resultó gravemente herido, sobrevivió al combate.
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