(558) Nos dice Cieza que los indios, aunque muy castigados, volvieron a
atacar a las tropas de Diego de Rojas y Felipe Gutiérrez: “Aunque murieron más
de doscientos e fueron heridos otros tantos, avisaron a sus comarcanos de cuán
pocos eran los españoles, y les pidieron que se juntasen, porque sería cosa
fácil matarles a ellos e a sus caballos, e que untasen las puntas de las flechas
con la hierba tan venenosa que tienen. Y, como todos deseaban ver fuera de sus
provincias a los españoles, se juntaron los más que pudieron e fueron adonde
los españoles estaban aposentados”.
Se trabó la batalla, y Cieza nos da otra lección de providencialismo, y
hasta de geógrafo: “Como Dios Nuestro Señor quiere que estas tierras tan
ignotas y apartadas se descubran y sea conocida por todos sus naturales la
Cruz, estandarte glorioso suyo, guarda casi milagrosamente a los cristianos, e
les ha dado esfuerzo para que hayan llegado hasta lo final de la tierra, pues
falta poco para ver el sol donde, hecho su curso, da vuelta a la tierra. E así,
aunque estos indios venían armados con sus flechas, y en ellas puesta la hierba
que decimos, Dios guardó a sus cristianos, pues, de no tener gran ayuda, no era
menester más que una rociada para que todos muriesen”.
Aunque cesó la batalla, los indios recuperaron su empeño. Y, esta vez,
la divina protección no les alcanzó a todos los españoles: “No haciendo
sentimiento alguno por los que habían muerto, los nativos pelearon otros dos
días bravamente. Yendo alanceando Diego de Rojas, haciendo lo que debía un tan
famoso capitán como él era, fue herido de un flechazo en la pierna. Cuando se
retiraron, Diego de Rojas no sintió la herida por ser tan pequeña. Y, como la
hierba era de tanta ponzoña, comenzó a obrar, e Diego de Rojas sintiose malo.
Yendo entre ellos una mujer que servía a Felipe Gutiérrez, fue allá para curarle.
Dándole a comer ciertas cosas, le agravó el mal, e unos criados suyos le
hicieron saber a Diego de Rojas que le había dado hierbas por mandato de Felipe
Gutiérrez, y, creyendo ser verdad, bebió gran cantidad de aceite”.
Todo se complicó: “El capitán Felipe Gutiérrez, siendo avisado de la
sospecha que de él había, mostró su inocencia diciéndoles a Diego de Rojas y a todos
que no creyesen que él tuvo pensamiento tan malo, y que a ninguno le pesaba
tanto la muerte de su compañero como a él. Al llegar la ponzoña cerca del
corazón, Diego de Rojas, viéndose tan vecino de la muerte, rogó a Felipe
Gutiérrez que, pues veía claramente su muerte, ocupase su puesto Francisco de
Mendoza, a quien él amaba en tanto grado que le tenía por hijo. Felipe
Gutiérrez le respondió que, a pesar de
que aquello no se podía hacer porque el poder que tenían de Vaca de Castro
decía que, después de su muerte, quedase el cargo en los dos, por complacerle,
lo haría con gusto”.
Aunque Cieza va a exculpar a Gutiérrez, se podría pensar que Diego de
Rojas quiso dejarle el mando a Mendoza por tener alguna sospecha: “Pasado esto,
con grandes bascas que hizo el capitán Diego de Rojas, murió. Era natural de la
ciudad de Burgos. Fue hombre esforzado, liberal, amigo de siempre hacer bien,
en la guerra jamás quería ser reservado, y en todos tiempos velaba como
cualquier soldado. Créese que, si hubiera vivido, se habrían descubierto
enteramente aquellas tierras. Su muerte fue la ponzoña de la hierba, para la
cual se halló remedio después en otra hierba”.
(Imagen) Entre los hombres que, con Peransúrez, se pusieron al servicio
de Vaca de Castro, estaba HERNANDO DE ALDANA. Era hermano del gran Lorenzo de
Aldana, aunque a veces se le considera primo porque él nació en Valencia de Alcántara
(Cáceres) y Lorenzo en la ciudad de Cáceres. Pertenecían a una familia de
relieve, lo que le sirvió para llegar a Perú
en 1529 recomendado a Pizarro por la Reina. Se suele decir que Hernado vino
al mundo en 1481. Pero, aunque ciertamente era mayor que Lorenzo, parece
absurdo el dato, ya que iban seguidos y Lorenzo nació en 1508. Recordemos,
además, que ya le dediqué una imagen a Hernando contando que el año 1532 hizo
una proeza excepcional, propia de un hombre joven, al presentarse solo y
voluntariamente ante Atahualpa para convencerlo (había aprendido quechua) de
que se diera prisa en visitar a Pizarro. El gran Inca se encaprichó de su
espada, y Hernando no permitió que se la quitara. De no haber frenado Atahualpa
a sus propios hombres, le habrían masacrado a Hernando, quien salió de allí a galope
tendido. Tres años después, Hernando volvió a España. Consciente de que su
intervención fue decisiva porque luego
Atahualpa se presentó ante Pizarro, y fue apresado tras la airada reacción que tuvo frente a Fray
Vicente de Valverde, consiguió, como se ve en la imagen, que la Reina diera la
orden de que se tomase declaración al clérigo sobre “el hecho de que Hernando
de Aldana fuera él solo la principal causa de que se prendiese a Atahualpa”. En
las guerras civiles, siempre se mantuvo fiel a la Corona. Tuvo la mala fortuna
de que, estando de paso en el Cuzco, llegó el salvaje capitán de Gonzalo
Pizarro Francisco de Carvajal, quien odiaba especialmente a los Aldana, y lo
apresó de inmediato. Como era su costumbre, sin procedimiento legal alguno, lo
ahorcó. El sin duda valiente HERNANDO DE ALDANA le suplicó que razonara, pero
de nada le sirvió.
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