lunes, 25 de diciembre de 2017

(Día 573) Alvarado y los suyos siguen perdidos; empieza el hambre. Se enferman y un soldado enloquece por la fiebre. Mueren algunos, y Cieza avisa a sus lectores de que es una locura ir a las Indias.

     (163) Uno de los capitanes, don Juan Enríquez de Guzmán consiguió, de momento, algo importante: encontró en un poblado abundantes alimentos. Le avisó a Alvarado, a quien Cieza nos muestra como un líder comprensivo, indicando al mismo tiempo que la tropa se veía en serios apuros: “Con los trabajos que pasaban y malas comidas que comían adolecían muchos españoles, los cuales andaban con demasiada fatiga; como Alvarado viese con tanta pena a uno de estos enfermos, él mismo lo puso con sus manos en su caballo, que fue causa de que algunos de los que iban a caballo le imitasen, y como mejor pudieron llegaron al lugar donde Juan Enríquez de Guzmán estaba aguardándolos. Y estuvo el Adelantado con su gente en él algunos días comiendo el bastimento que tenían los naturales para sustentación de sus vidas”. Cieza lo lamenta por los indios, pero siempre los ejércitos en semejante situación han practicado la requisa.
     La desesperación aumentaba: “Continuamente enfermaban españoles; no tenían camino cierto que los llevase a Quito. Con acuerdo de los principales, el Adelantado determinó que saliese gente por todas partes a ver si se podía hallar camino. El mal que daba a los españoles era una fiebre como modorra. Uno de los enfermos, que se decía Pedro de Alcalá, como se le agravase la fiebre, sacando una espada y a grandes voces, dijo: “¿Quién dice mal de mí?”, y de una estocada mató su caballo, y de otras dos, sin que se lo pudieran impedir, mató otros buenos caballos, en tiempo en que valía en el Perú un caballo unos tres mil castellanos. Cuando iba a herir a un negro, le echaron una cadena”. Si ya era una barbaridad lo que le costó al cronista Ruiz de Arce el caballo que le mataron, unos seis kilos de oro, el valor que les da ahora Cieza es el doble.
     “En este tiempo, los que habían salido a buscar camino, se volvieron sin poderlo topar por los muchos ríos y pantanos que hallaban, por lo que todos tenían gran congoja por verse metidos en tierra tan mala. El capitán don Juan Enríquez de Guzmán, de quien cuentan que era caballero muy noble y honrado (sus dos apellidos eran de la más alta nobleza), le dijo al Adelantado que por le servir quería salir a buscar camino por alguna parte”. Y nuevamente va a ser Juan Enríquez de Guzmán  quien, acompañado del capitán Luis Moscoso, encuentre otro poblado con provisiones. Mandó aviso a Alvarado y llegó pronto la atormentada tropa: “Estando allí varios días, se murieron algunos españoles”. Cieza no puede evitar un sensato comentario dirigido a quienes lo leyeran: “Morían con mucha miseria, sin tener refrigerio ni más que trabajos de caminar, por colchones la tierra y por cobertura el cielo, y solo alguna raíz de yuca y maíz para comer; lo digo para que entiendan en España los trabajos tan grandes que pasamos en estas Indias los que andamos en descubrimientos, y cómo se han de tener por bienaventurados los que, sin venir acá, pueden pasar el curso de esta vida tan breve con alguna honestidad”. Está ‘predicando’, pero no le faltaba razón, y eso que se olvida de añadir los horrores de las batallas y la constante compañía de la muerte. Como devoto cristiano, él le da también importancia al lastre de deshonestidad que, inevitablemente, formaba parte del oficio de conquistador.


     (Imagen) Alvarado no consigue encontrar la ruta de Quito: desesperación, hambre, enfermedades y muertes. Cieza se limita a mencionar los nombres de dos españoles que van en busca de la dirección correcta. Pero el segundo que cita era nada menos que Luis Moscoso de Alvarado, uno de los más grandes y heroicos entre los personajes que han quedado medio olvidados a pesar de su enorme mérito. Ya antes de llegar a Perú, había participado en todas las campañas de Pedro de Alvarado, tío suyo, por cuyo mandato fundó en 1530 la ciudad de San Miguel (El Salvador). Le veremos pronto luchando junto a Pizarro y Almagro. Hizo mucha amistad con el gran Hernando de Soto y juntos volvieron a España en 1536, donde se asociaron para emprender una locura: ir a conquistar la Florida. En aquel interminable calvario, Soto murió de fiebres. Sus hombres lo lloraron y poéticamente sumergieron su cuerpo en las aguas de aquel Misisipi que habían descubierto. Aunque dieron con grandes hallazgos geográficos, la expedición fue un fracaso. Quedaba por resolver un gravísimo problema: las dificultades para regresar. Pero lo superaron gracias a un gran líder, Luis Moscoso, y al valor de bajar en rústicas barcazas por las difíciles aguas del impresionante río, lleno de indios hostiles. Después Moscoso entró al servicio del extraordinario virrey Antonio de Mendoza, al que acompañó a Perú, y allí murió el año 1551.


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