(154) Cieza menciona lo del volcán porque influyó en la actitud de los
indios con los españoles. Explica que un sacerdote inca había predicho que,
cuando se activara el volcán Cotopaxi, situado junto a Quito, llegarían los
españoles y someterían a los indios. Lo interpreta como un truco del ‘adivino’
y se pone teológico para que se entienda que, si se lo dijo un demonio, acertó
por casualidad: “El demonio no puede afirmar lo que está por venir, pues está
claro que los movimientos del tiempo están encerrados en la sabiduría de Dios,
y ninguna criatura, aunque sean los
ángeles, puede certificar lo que ha de suceder, mas, como el demonio es tan
sutil, a veces dice cosas, por lo que ve que pasa, que después conciertan con
los hechos. Este indio, como supo que los españoles iban acercándose y conoció
que el volcán quería reventar, para que le honrasen con sacrificios y
anduviesen ciegos tras su engaño, pareciole que cuadraba esta razón. Y sucedió
que cuando estaban los españoles en Riobamba este volcán reventó. Destruyó
muchas casas de indios, mató muchos hombres y mujeres y echó por los aires
tanta ceniza que no se podía ver, la cual cayó más de veinte días y la vieron
también los que venían con el adelantado don Pedro de Alvarado, como luego
diré. Como este volcán reventó, dieron gran crédito los indios a lo que el
oráculo había pronosticado, y quisieron tratar de paz con los españoles, pero
Rumiñahui, Zopezopagua y otros capitanes lo estorbaban. Belalcázar llegó a la
parte de Quito, y fueron muertos y heridos muchos indios, de lo que recibió
pena grande, y con acuerdo de los suyos determinó enviarles mensajeros para
tratar la paz”.
Ya
vemos que, a pesar de ser Belalcázar un hombre duro, también nos lo muestra Cieza
lamentando muertes que se podían evitar. Belalcázar optó finalmente por enviar
solamente a un nativo con el mensaje. Y una vez más, el contraste con la
crueldad de los incas va a ponerse en evidencia, en este caso con la desgracia
del escogido para la misión: “Llegado el mensajero de paz donde estaban los
escuadrones de los indios, Rumiñahui, cuando oyó la embajada, indignose
grandemente. Les dijo a los que con él
estaban: ‘Mirad cómo nos quieren engañar y convencernos para sacarnos el tesoro
que ellos piensan que hay en Quito, y para luego matarnos y tomarnos nuestras
mujeres e hijas para tenerlas por mancebas. No nos fiemos de estos que ni han
dicho la verdad ni la dirán’. Todos loaron su consejo, y con mucho enojo que
tuvieron de tener tal atrevimiento el mensajero, le mataron cruelmente sin
tener culpa ninguna”. Por si pensáramos que Cieza cuenta los hechos pero
imagina los detalles, nos aclara: “Súpose después por medio de los indios que
se pasaron y de los que fueron cautivados lo que había dicho Rumiñahui y la
muerte que dieron a este mensajero”.
En
ese punto abandona Cieza las andanzas de Belalcázar (más tarde las retomará) y
vuelve al momento en que Pizarro fundó una población en el valle de Jauja y
envió parte de la tropa bajo el mando de
Almagro y Soto para enfrentarse a los indios, que estaban ya convencidos de que
era un error obedecer el mandato de no luchar que les había dado Atahualpa. Cieza
nos va a contar lo que pasó, pero veremos también los comentarios de los
cronistas Diego de Trujillo y el entrañable Juan Ruiz de Arce porque tienen
además el interés de que ellos iban en la expedición.
(Imagen) La religión inca, llena de dioses y con base panteísta, tenía
entre otras veneraciones la de las montañas y los volcanes, en cuyas alturas
moraban los difuntos que habían sido notables en esta vida terrenal. Poco antes
de llegar Belalcázar a las proximidades de Quito, su volcán, el Cotopaxi, tuvo una
impresionante erupción. Un sacerdote inca había asegurado que, cuando
ocurriera, llegaría la invasión de los españoles. Para desgracia de los
adivinos, pasados y presentes, el piadoso Cieza afirma que solo Dios conoce el
futuro. También se dice que Moctezuma estaba acobardado por una profecía que
anunciaba la inevitable ocupación española de sus tierras. En ambos casos, de ser ciertas tales creencias, habrían
facilitado la conquista. Hubo un español que se atrevió a desafiar el miedo y
el respeto a los volcanes subiendo al más alto de México, el Popocatépetl. Este
superdotado era DIEGO DE ORDAZ, y fue tan sonada su hazaña que el rey le
permitió tener escudo familiar dibujando en él la amenazante mole del volcán.
Algún tiempo después subieron otros españoles, movidos por la necesidad y utilizando
el ingenio (y porque se lo ordenó Cortés): se quedaron sin pólvora y bajaron
del volcán todo el azufre que pudieron. (Digamos de paso que es mentira que a
Ordaz lo matara un sobrino de Sancho Ortiz de Matienzo).
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