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Así lo cuenta Cieza: “Había determinado Rumiñahui que un capitán del linaje de
los incas llamado Chuquitinto fuese con una guarnición de gente para que atacara
a los cristianos. Llevó consigo más de mil hombres, y deseaba que los españoles
llegasen pareciéndole que no sería gran hazaña matarlos a todos. Belalcázar,
habiéndose adelantado con treinta a caballo, tuvo a la vista a la gente de
guerra, y en tanta manera se asombraron de ver que los caballos ya estaban
encima de ellos que, llenos de temor, comenzaron a huir. Sabían los cañaris que
los españoles iban contra los de Quito, de lo que mostraron gran contento y alegría
porque Atahualpa los había quebrantado. Belalcázar tuvo aviso de que en aquella
tierra aguardaban a los españoles con paz y amor. Les mandó mensajeros para
esforzarles en su propósito y loarles la virtud de sus pasados y de ellos. Con
esta embajada, se alegraron más los cañaris, y sus principales, con más de
trescientos hombres armados para les ayudar, fueron adonde Benalcázar, llorando
de placer porque vieron a los españoles implorar su ayuda contra sus crueles
enemigos. Benalcázar los recibió bien; prometió de los tener por amigos y de
les dar venganza de sus enemigos. Y esta paz fue firme; no ha quebrado ni
faltado, a pesar de que los españoles, en diversos tiempos y por casos que han
sucedido, han sido molestos a estos cañaris, y los han fatigado y hecho en
ellos lo que suelen hacer en todos los demás indios”. Habrá que precisar que,
además de los cañaris, hubo otros pueblos indios que fueron aliados de los
españoles por su odio a Atahualpa, como los huancas, los huaylas y los chachapoyas.
Esta alianza preocupó a los partidarios de Atahualpa: “En Quito, luego
se supo cómo habían estado los españoles en la tierra de los cañaris y de la
amistad que entre unos y otros asentaron después de haber desbaratado al
capitán que habían enviado. Se juntó gente para que partiesen a parar la entrada
que los españoles hacían en la tierra, y recogiéronse más de cincuenta mil
hombres de guerra. Belalcázar, que fue hombre animoso para estas conquistas,
llegó hasta Teocajas. Envió a Ruy Díaz con diez de a caballo a reconocer
aquellas tierras, y llegados a un llano, un indio dio la alarma y los demás
salieron con una grita infernal, habiendo para cada español mil indios. Fue
Dios servido de librarlos de sus manos, con daño de ellos porque mataron a
muchos con ánimo grande. Uno de los españoles, viendo el peligro en que
estaban, volvió adonde Belacázar, dándole cuenta de cómo estaban cercados por
los indios. Salieron luego los de a pie y los de a caballo con sus armas,
quedando algunos para guardar el real. Los capitanes de los indios salieron por
todas partes e la batalla se trabó de veras. Ellos se animaban diciendo cuán
pocos eran los españoles. Los cristianos peleaban con esfuerzo, pues no les iba
menos que las vidas. El campo estaba
llenos de muertos que caían; los indios veían la gran ventaja que los
españoles les tomaban aunque eran tan pocos, pero no dejaron de pelear hasta
que el que todo lo puede, que es Dios, entró de por medio con la oscuridad de
la noche que envió, y los unos y los otros
partieron sin del todo ser vencidos ni vencedores. Mataron los indios
dos caballos e hirieron algunos cristianos. Pesó mucho a todos la muerte de los
caballos, porque la fuerza de esta guerra y quien la ha hecho a estos indios,
los caballos son. De los indios murieron, según me contaron, más de
cuatrocientos de ellos. Se dice que de los caballos que murieron, cortaron los
indios la cabeza y los pies, y los enviaron como presente a los señores de la
comarca”.
(Imagen)
Dijo Cieza: “Los caballos son la fuerza de esta guerra contra los indios”. Por algo el grande y entrañable
Bernal Díaz del Castillo, con casi 80 años, se acordaba emocionado de algunos
con los que batallaron en México (todos eran de raza hispano-árabe): “Caballos: el capitán Cortés, un castaño zaíno;
Cristóbal de Olid, un castaño oscuro, harto bueno; Francisco de Montejo y Alonso de Ávila, un
alazán tostado no bueno para cosa
de guerra; Francisco de Morla, un castaño oscuro, gran corredor; Juan de Escalante, un
castaño claro, tresalbo, no fue
bueno; Gonzalo Domínguez, otro castaño oscuro muy bueno y gran corredor; Pedro González
Trujillo, un castaño que corría
muy bien; Morón, un overo labrado de las manos y bien revuelto; Baena, otro overo, algo
morcillo, no salió bueno para
cosa ninguna; Lares, un castaño algo claro, buen corredor; Ortiz el Músico y Bartolomé García, un oscuro llamado El Arriero. Éste fue uno de los mejores
caballos de la expedición, que más tarde pasó a manos de Cortés. Yeguas: Pedro
de Alvarado y Hernán López de Ávila, una alazana de juego y de carrera; Alonso Hernández Puertocarrero, una
rucia de buena carrera;
Juan Velázquez de León, una rucia muy
poderosa llamada La Rabona, muy revuelta y de buena carrera; Diego de Ordaz, otra rucia, machorra, pasadera, aunque corría poco, y
Juan Sedeño, una castaña que
parió en el navío".
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