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Dicho y hecho. Benalcázar organizó rápidamente la expedición y partió con
ciento cuarenta hombres, todos ansiosos de oro y esperando que abundara: “Y
luego, gastando de los dineros que sacó de Cajamarca (tras el reparto del tesoro de Atahualpa), comenzó a comprar
caballos y reunir gente. Creyendo él y todos que habían de hallar en el Quito
mucho más que repartir que en Cajamarca, ciento cuarenta españoles de a pie y
de caballo se juntaron para la jornada, de la cual iba por alférez un Miguel
Muñoz, por capitanes Francisco Pacheco y Juan Gutiérrez, por maese de campo
Halcón de la Cerda”. Cieza nos revela cómo solían conseguir provisiones de los
indios ‘colaboradores’: “Llegaron a Corrochamba, donde fueron bien albergados
por los indios y proveídos de mantenimientos, sin les dar por ello paga
ninguna; mas en todas las Indias ha sido general esta costumbre”. A veces este
‘impuesto’ forzoso resultaba desolador
cuando las tropas eran numerosas y permanecían largo tiempo en un
poblado concreto. Pero muchos indios estaban en pie de guerra, especialmente
los que habían sido partidarios de Atahualpa en las guerras civiles, bien
dirigidos por los grandes capitanes del emperador inca, como estaría ansiando
poder hacer el preso Caracuchima.
Parece ser que los indios se dieron prisa en prepararse para la lucha y ocultar
los grandes tesoros que probablemente todavía conservaban: “En el Quito súpose
esta noticia. Habíanse alterado en aquellas regiones cuando supieron la muerte
de Atahualpa, porque lo amaban mucho (eran
sus paisanos), asombrándose de que siendo tan pocos los españoles pudieron
desbaratar a tantos guerreros y prender a tan poderoso príncipe. Rumiñahui,
Zopezapagua y otros habían tomado el mando de la república. Todos determinaron
defender la tierra sin consentir que se hiciesen señores de ella los españoles.
Era público que el capitán Rumiñahui, con otros principales, tomaron más de
seiscientas cargas de oro que habían recogido de los templos sagrados y, según
dicen algunos, lo enterraron en riscos grandes, y a los que lo llevaron a
cuestas, para que no lo descubriesen, los mataron. Crueldad grande”. Cieza lo
completa con algo que ocurrió más tarde: “Y ellos (Rumiñahui y los principales), aunque después murieron atormentados,
extrañamente no quisieron descubrir lo que sabían, sino morir”. Explica también
cómo los mitimaes formaron un ejército para luchar contra los españoles. (Los
emperadores incas hicieron grandes traslados de indios amigos o sometidos, a
los que llamaban mitimaes, por todo su imperio): “Los mitimaes, habiendo hecho
liga para les dar guerra a los españoles, eligieron por capitán general a
Rumiñahui”. Fue entonces cuando los cañaris, que habían sido diezmados por
Atahualpa porque participaron en su captura aliados con su hermanastro Huáscar
(como ya comenté), establecieron una fuerte amistad con los españoles, a los que
nunca traicionaron, y participaron en las luchas a su lado. Comparándolo con la gran colaboración de los pueblos
nativos que Cortés consiguió en México, esto en Perú fue algo más bien raro.
(Imagen) Aunque la colaboración de los indios con los españoles no fue
tan importante en Perú como en México, resultó también de gran ayuda, sobre
todo la aportada por los cañaris y los chachapoyas, pueblos asentados en la
zona del Ecuador y sometidos por los incas. Era especialmente intenso el rencor
de los cañaris hacia Atahualpa por haber sufrido su brutalidad recientemente, y
se van a incorporar ahora con entusiasmo a las tropas de Belalcázar para
dirigirse a la conquista de Quito. Estos indios colaboradores se vieron a veces
frustrados por no conseguir tan buen trato de los españoles como esperaban,
pero mantuvieron su tradición de amistad y de una absoluta lealtad a la corona española.
En gran parte, debido al sentido común con que se relacionó con ellos uno de
los hombres de Pizarro: el capitán cántabro ALONSO DE ALVARADO, sobrino del
gran Pedro de Alvarado. Fue un especialista en conseguir alianzas con y entre
los indios, evitando peligrosos enfrentamientos. Mucho mérito tuvo que tener
para que el mismísimo Cieza, tan crítico con el mal trato que se solía dar a
los nativos, lo alabara incondicionalmente. Pero murió en 1556 profundamente
deprimido, tras ser derrotado al servicio del rey y contra el rebelde Francisco
Hernández de Girón en una batalla de la última guerra civil del Perú.
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