(113) De la misma manera, Francisco de Xerez,
sujeto activo en la catástrofe de Atahualpa, nos hace ver que los españoles
también tenían un fuerte sentido providencialista, pero con la total seguridad
de que ellos eran los buenos de la película. Y no hay duda de que su fe
cristiana era inconmovible. Nos los muestra en el momento en que, tras el toque
de retirada ordenada por Pizarro después de apresar a Atahualpa, se replegaron
todos los que habían ido persiguiendo a los indios: “Dende a poco rato entraron
todos en el real con gran presa de gente que habían tomado, siendo más de tres
mil personas. El Gobernador les preguntó si venían todos buenos (los españoles). Su capitán general (Hernando Pizarro) respondió que solo un
caballo tenía una pequeña herida. El Gobernador dijo con mucha alegría: ‘Doy
muchas gracias a Dios nuestro Señor por tan gran milagro como en este día ha
hecho por nosotros. Plazca a Dios por su misericordia que, pues tiene por bien
nos hacer tantas mercedes, nos dé gracia para hacer tales obras, que alcancemos
su santo reino”. Es evidente que tenían el convencimiento de que, con lo que
hacían, se estaban ganando el cielo.
El balance de bajas indias que da Xerez es
terrible, y resulta asombroso que no hubiese muerto ningún español (no es de
extrañar que lo consideraran un milagro): “Quedaron muertos dos mil indios, sin
contar los heridos (ni los apresados).
Los españoles obligaron a los indios presos a que sacaran los muertos de las
plazas. Y luego el Gobernador mandó que los españoles tomasen los indios que
hubiesen menester para su servicio. Mandó soltar a todos los demás y que se fuesen a sus casas, porque eran de
diversas provincias y Atahualpa los traía para sostener sus guerras y para
servicio de su ejército. Algunos de los españoles fueron de opinión que se
matasen a todos los hombres de guerra o les cortasen las manos. El Gobernador
no lo consintió, diciendo que no estaba bien hacer tan grande crueldad, y que
tuviesen por cierto que Dios nuestro Señor, que los había librado del peligro
del día pasado, los libraría de ahí adelante, por ser las intenciones de los
cristianos buenas, de atraer a aquellos bárbaros infieles al servicio de Dios;
que no quisiesen parecerse a ellos en las crueldades que hacen a los que
prenden en sus guerras; que eran suficientes los que habían muerto en la
batalla; que aquellos que habían sido traídos como ovejas a corral, no era bien
que muriesen ni que se les hiciese daño; y así, fueron sueltos”. Y Cieza añade:
“Preso que fue Atahualpa, los indios no osaban ponerse en armas contra los
cristianos, porque había mandado que no lo hiciesen”. No faltaron refinados
sádicos en las Indias, pero la tónica general de los más grandes capitanes fue
utilizar los medios estrictamente necesarios para sus objetivos, aunque tampoco
les temblaba el pulso ni les remordía la conciencia si consideraban
imprescindible actuar con dureza. En las victorias, se olvidaban de la
venganza, limitándose a disfrutar del éxito. No obstante, había otra práctica
menos admisible, pero utilizada por su eficacia: el castigo ejemplar.
(Imagen)
Fue un mundo cruel por ambas partes; sin embargo, la tónica general de los
capitanes españoles era ser implacables en la batalla pero sin ensañarse con el
vencido, como hizo Pizarro al dejar libres a los soldados de Atahualpa. Otra
cosa sería la semiesclavitud de muchos indios para servicio de los españoles y
el desprecio en el trato. La corte española dictó leyes para protegerlos e
incluso se creó el puesto de Defensor de los Indios; los religiosos hicieron
una gran labor social con ellos y se dieron muchos casos de españoles que los
trataron con gran humanidad. Sirva como ejemplo el gran Vasco de Quiroga, al
que se sigue venerando en México (donde el prejuicio antiespañol arraigó bien).
Pero abundaron los abusos, como los que, por ejemplo, Cieza no se cansa de
criticar. Se usaban en la guerra los castigos ejemplares, y a Pedro de Valdivia,
en Chile, le costó caro. Para frenar la fiereza de los mapuches, les cortó la
nariz y una mano a bastantes de sus guerreros. El excepcional capitán fue después
apresado por ellos y le dieron una muerte atroz: durante tres días de agonía lo
fueron mutilando; una vez muerto, conservaron su cráneo como trofeo,
utilizándolo para beber chicha.
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