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El día siguiente quizá fuera el de la gloria suprema, pero, durante la noche,
aquella tropa española estaba envuelta en un
miedo atroz porque la imagen que no podían borrar de su mente era la de
la muerte. Pudo haber entre los soldados un Juan Robledo, hombre reflexivo y
sentimental, y podrían haber sido estos sus entrecruzados y agitados
pensamientos cuando, después de acostarse todos sobre el duro suelo, sin
desnudarse y con las armas preparadas, permaneciera desvelado y acosado por sus
recuerdos y sus temores:
“Tengo miedo… Ellos son más de treinta mil
y nosotros no llegamos a doscientos… Estoy viendo mi pueblo natal…Esta plaza me
recuerda la de Medina del Campo. Mi hermosa Medina, con sus grandes ferias
llenas de mercaderes de toda España, de Francia…de Flandes…
“Necesito dormir, descansar… Mañana me hará
falta toda mi energía para no desfallecer en la lucha, para evitar ser herido,
para evitar la muerte…La muerte que tantas veces he sentido cerca, como la
contemplaba descarnada en las cuadros de las iglesias y como la he visto con
demasiada frecuencia en los campos de batalla. Dios se apiade de nosotros; que
nos salve ahora o, al menos, que nos acoja en su seno perdonando nuestros
numerosos pecados… Las guerras son crueles. Hemos sido crueles…Matamos indios
infieles que pierden sus almas, somos codiciosos y lujuriosos… Pero también
estamos aquí para evangelizar a los nativos…
“Necesito dormir, descansar… Y no quiero
dormir… No quiero que súbitamente llegue el alba… Medina del Campo… Mi madre me
hablaba de nuestra gloriosa reina Isabel la Católica. Tengo treinta y cinco
años, más o menos. La reina murió en mi pueblo cuando yo era pequeño. Usted,
madre, me contaba que, poco antes, su hija, la infanta Juana, ya trastornada,
tuvo que ser retenida por el obispo Fonseca en el castillo de la Mota para que
no hiciera la locura de escaparse a Flandes tras su esposo, Felipe…
“Tengo miedo, madre… Me llevaba usted a su
pueblo, Madrigal de las Altas Torres y me decía que allí nació la reina Isabel…
Padre había llegado desde Espinosa de los Monteros a Arévalo, y allí paso su
infancia la reina Isabel… Mis hijos, mis hijos mestizos… Quiero volver a Panamá
para abrazarnos todos juntos, ellos, mi
tierna mujer y yo… No quiero morir… Quiero volver con ellos a Medina, madre, para
abrazarla a usted también…
“No quiero morir… No quiero que llegue el
alba, pero vendrá sin piedad… Aunque solo un milagro nos daría la victoria,
aunque solo un milagro me conservaría vivo, la batalla comenzará y dejaré de
pensar, y lucharé con toda mi alma y
mataré a cuantos pueda y… ¡Dios mío, santísima Virgen María de la Antigua!,
tened piedad de mí y de todos nosotros para que salgamos con bien y ganemos
esta batalla cristianizando a estas gentes y dando nuevas tierras a España… Tengo
que dormir…, pero no quiero cerrar los ojos y que me alcance de repente la luz
del día…Mi compañero ha escrito su nombre en la pared… Yo también escribiría el
mío: Aquí estuvo el sin ventura Juan
Robledo… Pero no quiero ser agorero de nuestra derrota… Todos sentimos que
estamos sentenciados a una muerte cruel si Dios no lo remedia, pero es mejor
que cada uno se coma su miedo…Como lo hace nuestro gran capitán, el gobernador
Francisco Pizarro…
“Padre: estaría usted orgulloso de mí, como
yo lo estuve de usted. Era un feliz mocoso cuando íbamos juntos al pueblo de
los padres de usted, Espinosa de los Monteros… Gonzalo Gómez de Espinosa lo
convenció a usted para partir con Magallanes, y yo lo perdí a usted para
siempre…La muerte de usted fue gloriosa… como la que me espera al alba… Si
ocurriera un milagro… Si Dios se apiadara de nosotros, el horror que nos
envuelve ahora se transformaría en un triunfo sobrehumano, tan sublime que
después nada más podría importar, sonreiríamos a la muerte cuando llegara…
Pero, Dios mío, ten piedad: que no llegue antes…que nuestro sacrifico no sea un
fracaso…
“El
sueño me vence. Necesito dormir… Pero no quiero dormir… no quiero
dormir… no quiero… no…”.
(Imagen) En este lugar, que parece una más
de las múltiples poblaciones de no mucho
relieve que fueron ocupadas y administradas por los españoles en Indias, van a
ocurrir dos hechos trágicos para la cultura inca. Aquí fue apresado Atahualpa
y, aquí también, fue ejecutado. Pero estamos ahora en la noche previa al
momento cumbre de la conquista de Perú. Soto y Hernando Pizarro volvieron con
la noticia de que al día siguiente se iba a presentar Atahualpa aparentemente
cortés, pero decidido a aniquilar a los españoles con sus 30.000 guerreros.
Ellos eran unos 170. Todos asustados y pensando que los demás lo llevaban mejor.
Necesitaban dormir relajadamente para poder luchar con la máxima energía. Era
pedir demasiado: aquella noche estarían nerviosos hasta los caballos, y las
pesadillas que agarrotaron a los españoles las padecieron despiertos. Les
vendrían pensamientos fugaces sobre la posibilidad de un triunfo glorioso, también
recuerdos y añoranzas de todo lo que habían vivido y de sus seres queridos,
pero, por muy veteranos y curtidos que fueran, tendrían un constante
sentimiento obsesivo que la oscuridad agigantaba: el miedo.
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