(107) Sábado, dieciséis de noviembre del
año mil quinientos treinta y dos del nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo,
día de San Roque, San Edmundo, San Euquerio, San Fidencio, Santa Gertrudis,
Santa Inés de Asís, Santa Lucía de Nami y San Otmaro de Suiza. A ellos y a toda
la Corte Celestial les rezaron entre sueño y desvelo aquellos soldados que se
iban a enfrentar a lo que parecía imposible sin
la ayuda divina. El tiempo es paradójico y la noche les parecería
interminable y, a la vez, corta como un
suspiro, un suspiro de terror. En momentos como ese, lamenta uno que los cronistas
no quieran o no sepan escribir con la más intensa emoción acontecimientos tan
desmesurados. Quizá pequen de sobrios porque, como decía Lummis, los hechos
hablaban por sí mismos. Pero tales hombres y tales acontecimientos merecían ser
recordados por un Homero o por un Shakespeare.
Llegó el amanecer, más temido que ansiado.
Todos los cronistas coinciden en que lo primero que hizo Pizarro fue distribuir
a sus hombres con un plan meticulosamente estudiado para obtener el mayor éxito
posible si Atahualpa cumplía su promesa y venía a Cajamarca. Oigamos a Pedro
Pizarro: “Después de amanecido, el Marqués don Francisco Pizarro ordenó su
gente poniendo en dos partes a los de a caballo, dando la una a Hernando
Pizarro y la otra a Hernando de Soto (Diego
de Trujillo dice que fueron tres los grupos de a caballo, uno de ellos mandado
por Benalcázar, cuya valía personal hace más creíble esta versión).
Asimismo partió la gente de a pie en dos partes, tomando él la una, y dando a
su hermano Juan Pizarro la otra. Mandó asimismo a Pedro de Candía con dos o
tres soldados de a pie que subiesen con trompetas a una fortalecilla y allí
estuviesen con un falconete pequeño, y que en haciéndoles una seña desde el
galpón (cobertizo) cuando los indios
hubieren entrado en la plaza, y Atahualpa con ellos, soltara el tiro y tocasen
las trompetas, y tocadas, saliesen los
de a caballo de tropel de un galpón que tenía muchas puertas, todas a la plaza,
tan grandes que podían salir muy bien los que dentro estaban. Y asimismo don
Francisco Pizarro y su hermano estarían en el mismo galpón para salir tras los
caballos; todos estarían dentro de ese galpón para que no viesen los indios
cuánta gente era, y así tuviesen espanto cuando todos saliesen de tropel. Todos
echaron a sus caballos pretales de cascabeles para poner espanto en los indios”.
En situación tan tremenda, los soldados de aquella minúscula tropa tuvieron que
vivir inmersos en una intensa y constante angustia casi incontrolable. Añade
Pedro Pizarro: “Yo oí a muchos españoles que, sin darse cuenta, se orinaban de
puro temor”. Pero, en tales circunstancias, valiente es el que supera su propio
miedo, e insensato el que no lo tiene; según cuenta el cronista Cristóbal de
Mena, que allí estaba, todos reaccionaron enardecidos: “Cada uno de los
cristianos decía que haría más que Roldán, porque no esperábamos otro socorro
sino el de Dios”.
Ese día, el día de la definitiva verdad, estaba claro que Atahualpa se
iba a presentar ante Pizarro, pero sus intenciones eran un enigma, aunque todo
parecía indicar que tenía el propósito de aniquilar a los españoles. Y cuando
se puso en marcha al frente de su ejército, hizo el recorrido con una
desesperante lentitud.
(Imagen) Hasta entonces, Pizarro y Atahualpa se iban aproximando y
tomando referencias a través de mensajeros. Los dos sabían que tendría que
producirse un duelo a muerte, terrible para los españoles y aparentemente
sencillo para los indios ¿Qué podían hacer unos ciento setenta españoles contra Atahualpa y sus treinta mil guerreros?
Era inútil diseñar varias estrategias porque solo había una viable y, además,
necesitada de mucha fortuna: dejar que Atahualpa entrara en la plaza y salir en
tromba para apresarlo. Pizarro contaba con jinetes, con algo de artillería y
con unos hombres dispuestos a todo. Tenía unos capitanes que pasarían a la
historia por su valía: como sus hermanos Hernando, Juan y Gonzalo; los
excepcionales Hernando de Soto y Sebastián de Belalcázar; los también
cronistas, Pedro Pizarro, Xerez, Ruiz de Arce, Mena y Trujillo; el peculiar
griego, jefe de artilleros, Pedro de Candía, que era uno de los ‘trece de la fama’,
cuya mayoría estaba también allí… Mientras, Atahualpa se acercaba con desesperante
lentitud: ¿caería en la trampa?
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