(101) La estrategia de Pizarro era
evidente (y la única con una mínima posibilidad de someter a los incas): si
tenía a toda la gente preparada en la plaza era porque no perdía la esperanza
de que Atahualpa aceptara la invitación que le había enviado con el mensajero y
viniera a visitarle, lo que quizá les diera a los españoles la oportunidad de
apresarlo mediante una acción fulminante. Tenían el precedente de lo que había
hecho, de forma tan eficaz, Hernán Cortés con Moctezuma: lo tomó preso y se
vino abajo el impero azteca.
Y sigue contando Xerez, que lo vio todo en
primera fila, con el corazón en un puño (aunque se lo calle): “Como el
Gobernador hubo estado con los españoles gran rato en esta plaza esperando que
Atahualpa volviese, y como vio que se hacía ya tarde, envió un capitán (Hernando de Soto) con veinte de a
caballo a decirle a Atahualpa que
viniese a hablar con él, al cual mandó que fuese pacíficamente sin trabar
contienda con su gente aunque ellos la quisiesen”. El ‘encarguito’ era para
poner los pelos de punta, puesto que nadie podía saber cómo reaccionaría
Atahualpa, si diplomáticamente o comiéndoselos crudos, puesto que contaba con
un impresionante ejército. Pizarro, por consejo de su hermano Hernando, se dio
cuenta del error y rectificó, aunque el remedio era también temerario: “Este
capitán (Soto) habría llegado al
medio camino cuando el Gobernador subió encima de la fortaleza, y delante de
las tiendas de Atahualpa vio en el campo gran número de gente; y para que los
cristianos que habían ido no se viesen en detrimento si les quisiesen atacar, y
para que pudiesen más a su salvo salirse de entre ellos y defenderse, envió
otro capitán hermano suyo (Hernando) con
otros veinte de a caballo”.
Voy a recurrir también a lo que el mismo Hernando
Pizarro escribió sobre estos tensos momentos previos al contacto con Atahualpa.
Lo cuenta en una carta que le envió al rey y resulta
muy creíble, aunque, una vez más, se trasluce su carácter orgulloso y
acaparador de protagonismo; como ejemplo, un simple detalle: nunca menciona el
nombre de Hernando de Soto, limitándose a referirse a él como ‘un capitán’. No
obstante, hay que reconocerle que era un extraordinario militar y, además, un
hombre culto que escribía bien: “Llegó el Gobernador a vista de Cajamarca. Puesta
la gente en orden, caminó al pueblo e halló que Atahualpa no estaba en él, sino
a una legua de él, en el campo, con toda su gente bajo toldos. E visto que
Atahualpa no venía a verle, envió un capitán (era Soto) con quince de caballo a hablar con él para que le rogase
que viniese porque quería holgar con él. Yo había ido a mirar cómo era el
pueblo por si de noche dieran en nosotros los indios. Cuando volví, díjome el
Gobernador cómo había mandado a hablar a Atahualpa, e yo le dije que sacar
quince caballos de los mejores era un yerro, porque, si Atahualpa algo quisiese
hacer, no eran suficientes para defenderse, e que, acaeciéndoles algún revés,
le harían mucha falta. E así mandó que yo fuese con otros veinte de caballo”.
(Imagen) La vida de los conquistadores
españoles era un peligro constante, pero había momentos en que se la jugaban a
la ruleta rusa, sometidos a un cálculo de probabilidades espeluznante. En esos
casos, si todo salía bien, la satisfacción de lo conseguido, la autoestima y la
confianza en Dios llenaban sus corazones; si salía mal, directos a la
sepultura. Los encargados de presentarse por primera vez cara a cara ante el
implacable Atahualpa, atravesando el inmenso y feroz ejército que lo rodeaba y
protegía, fueron Hernando de Soto y Hernando Pizarro, con una tropilla que no
llegaba a los cuarenta hombres. Y así salieron a su encuentro, por delante
Soto, y algo después, Pizarro. Era la fase final de la gran cacería y una vez
más avanzaron con la emoción, y hasta la ilusión, de vivir un acontecimiento
histórico y conocer a un mítico personaje, pero, también, temblándoles las
carnes de puro miedo como cuando uno se aproxima a un terrible animal salvaje;
solo su valentía les dio la fuerza suficiente para llegar hasta él.
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