sábado, 14 de octubre de 2017

(Día 512) Fue Soto el primero que habló con Atahualpa. El cronista Ruiz de Arce iba con él. Soto le explica a Atahualpa lo que desea Pizarro y el inca le promete ir a visitarlo el día siguiente.

     (102) Sigamos con Xerez (y volveremos con Hernando Pizarro, que no mencionará el nombre de Soto ni bajo tortura): “El capitán que primero fue adonde Atahualpa (Soto) dejó la gente a un lado del río para que  la gente (parece que se refiere a sus propios soldados) no se alborotase, y pasó por el agua llevando consigo la lengua (era Martinillo) y pasó por entre un escuadrón de gente que estaba en pie (¡mamma mía!); y llegado al aposento de Atahualpa, en una plaza había cuatrocientos indios que parecían gente de guarda, y el tirano estaba sentado a la puerta de su aposento con muchos indios delante de él y mujeres en pie, que casi lo rodeaban; y tenía en la frente una borla de lana que parecía seda, de color carmesí, de dos manos de anchura, asida de la cabeza con unos cordones, y le bajaba hasta los ojos, haciéndole más grave de lo que él es”.
     Hay algo que a veces se confunde en las crónicas. Sin duda quien vio primero a Atahualpa y habló con él (aunque, protocolariamente, le respondiera un indio principal), fue Hernando de Soto (y naturalmente, Martinillo, aquel leal intérprete indio que luego fue llamado Don Martín). En ocasiones, se da a entender que el primero fue Hernando Pizarro. Nos viene bien ahora echar mano del pintoresco cronista Juan Ruiz de Arce porque iba al lado de Soto en ese momento (también peca de no citarlo por su nombre): “Fuimos veinticinco de a caballo (con Soto) adonde Atahualpa. Al paso de un río, dejamos veinte y fuimos cinco hasta donde él (Hernando Pizarro llegó más tarde y con solo dos jinetes). Estaba con sus mujeres y le dijimos que fuese a ver al Gobernador porque le estaba esperando. El respondió que todos aquellos días ayunaba y que al otro día lo iría a ver”. Ruiz de Arce se salta los tiempos, resumiendo demasiado, pero da un dato curioso sobre el protocolo al servicio del ‘dios’ Atahualpa: “Él estaba sentado en una silla baja. Tenía una reata apretada a la cabeza y, en la frente, una borla colorada. No escupía en el suelo. Cuando gargajeaba o escupía, ponía una mujer la mano y en ella escupía. Todos los cabellos que se le caían por el vestido los tomaban las mujeres y los comían”. Esa borla de la que habla, ya mencionda por Xerez, era el distintivo inca de la grandeza real.
     Veamos la histórica situación con Cieza: “Llegado Soto con su lengua  a la puerta del palacio, los porteros le dieron aviso a Atahualpa; les respondió que preguntasen qué es lo que querían. Habló Soto diciendo que ver a Atahualpa y decirle su embajada. Salió con gentil denuedo y gravedad, tanto, que bien representaba su dignidad. No se turbó viendo el caballo ni  al cristiano; se sentó en su rico asiento; habló con voz baja preguntando qué buscaba Soto y qué le quería decir, quien le respondió que Pizarro le enviaba a ver y saludar de su parte, y que le había pesado que no le aguardó en los aposentos (de Cajamarca), y que le rogaba que se fuese a cenar con él, y si no, que fuese al otro día a comer, porque deseaba conocerlo para darle noticia de para qué había venido a aquella tierra. Esto lo dijo Soto sin apearse de su caballo ni ninguno de los que fueron acompañándolo. Atahualpa le dijo que se volviese adonde su capitán y le dijese que él estaría con él el día siguiente, porque, por ser ya tarde, entonces no podía”.


     (Imagen). Los emperadores incas eran verdaderos ‘semidioses’ para su pueblo, como se deduce de lo que cuenta Ruiz de Arce: sus escogidas doncellas se comían los cabellos que se le caían para que no cayeran el suelo. El cronista Pedro Pizarro dice que “todo lo que Atahualpa había tocado con sus manos, vestidos que había dejado, huesos de lo que comía y otras cosas, se almacenaba y cada año se quemaba, porque decían que nadie había de tocar lo que tocaban los hijos del Sol”. Es imposible saber lo que pensaba Atahualpa de los españoles. Tenía que sentirse muy superior a Pizarro, y sin embargo promete hacerle una visita de cortesía (en realidad debería ser al revés), quizá con la idea de atacarlos y acabar con ellos de inmediato. Es de suponer que, en algún rincón de su mente, le estuviera inquietando el temor de que, en realidad, la cultura de los recién venidos fuera muy superior a la suya. Pero una mezcla de curiosidad y autoengaño defensivo le iba a costar muy cara.


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