(102) Sigamos con Xerez (y volveremos con
Hernando Pizarro, que no mencionará el nombre de Soto ni bajo tortura): “El
capitán que primero fue adonde Atahualpa (Soto)
dejó la gente a un lado del río para que
la gente (parece que se refiere a
sus propios soldados) no se
alborotase, y pasó por el agua llevando consigo la lengua (era Martinillo) y pasó por entre un escuadrón de gente que estaba
en pie (¡mamma mía!); y llegado al
aposento de Atahualpa, en una plaza había cuatrocientos indios que parecían
gente de guarda, y el tirano estaba sentado a la puerta de su aposento con
muchos indios delante de él y mujeres en pie, que casi lo rodeaban; y tenía en
la frente una borla de lana que parecía seda, de color carmesí, de dos manos de
anchura, asida de la cabeza con unos cordones, y le bajaba hasta los ojos,
haciéndole más grave de lo que él es”.
Hay algo que a veces se confunde en las
crónicas. Sin duda quien vio primero a Atahualpa y habló con él (aunque,
protocolariamente, le respondiera un indio principal), fue Hernando de Soto (y
naturalmente, Martinillo, aquel leal intérprete indio que luego fue llamado Don
Martín). En ocasiones, se da a entender que el primero fue Hernando Pizarro.
Nos viene bien ahora echar mano del pintoresco cronista Juan Ruiz de Arce porque
iba al lado de Soto en ese momento (también peca de no citarlo por su nombre):
“Fuimos veinticinco de a caballo (con
Soto) adonde Atahualpa. Al paso de un río, dejamos veinte y fuimos cinco
hasta donde él (Hernando Pizarro llegó
más tarde y con solo dos jinetes). Estaba con sus mujeres y le dijimos que
fuese a ver al Gobernador porque le estaba esperando. El respondió que todos
aquellos días ayunaba y que al otro día lo iría a ver”. Ruiz de Arce se salta
los tiempos, resumiendo demasiado, pero da un dato curioso sobre el protocolo
al servicio del ‘dios’ Atahualpa: “Él estaba sentado en una silla baja. Tenía
una reata apretada a la cabeza y, en la frente, una borla colorada. No escupía
en el suelo. Cuando gargajeaba o escupía, ponía una mujer la mano y en ella
escupía. Todos los cabellos que se le caían por el vestido los tomaban las
mujeres y los comían”. Esa borla de la que habla, ya mencionda por Xerez, era
el distintivo inca de la grandeza real.
Veamos la histórica situación con Cieza:
“Llegado Soto con su lengua a la puerta
del palacio, los porteros le dieron aviso a Atahualpa; les respondió que
preguntasen qué es lo que querían. Habló Soto diciendo que ver a Atahualpa y
decirle su embajada. Salió con gentil denuedo y gravedad, tanto, que bien
representaba su dignidad. No se turbó viendo el caballo ni al cristiano; se sentó en su rico asiento; habló
con voz baja preguntando qué buscaba Soto y qué le quería decir, quien le
respondió que Pizarro le enviaba a ver y saludar de su parte, y que le había
pesado que no le aguardó en los aposentos (de
Cajamarca), y que le rogaba que se fuese a cenar con él, y si no, que fuese
al otro día a comer, porque deseaba conocerlo para darle noticia de para qué
había venido a aquella tierra. Esto lo dijo Soto sin apearse de su caballo ni
ninguno de los que fueron acompañándolo. Atahualpa le dijo que se volviese
adonde su capitán y le dijese que él estaría con él el día siguiente, porque,
por ser ya tarde, entonces no podía”.
(Imagen). Los emperadores incas eran
verdaderos ‘semidioses’ para su pueblo, como se deduce de lo que cuenta Ruiz de
Arce: sus escogidas doncellas se comían los cabellos que se le caían para que
no cayeran el suelo. El cronista Pedro Pizarro dice que “todo lo que Atahualpa
había tocado con sus manos, vestidos que había dejado, huesos de lo que comía y
otras cosas, se almacenaba y cada año se quemaba, porque decían que nadie había
de tocar lo que tocaban los hijos del Sol”. Es imposible saber lo que pensaba
Atahualpa de los españoles. Tenía que sentirse muy superior a Pizarro, y sin
embargo promete hacerle una visita de cortesía (en realidad debería ser al
revés), quizá con la idea de atacarlos y acabar con ellos de inmediato. Es de
suponer que, en algún rincón de su mente, le estuviera inquietando el temor de
que, en realidad, la cultura de los recién venidos fuera muy superior a la
suya. Pero una mezcla de curiosidad y autoengaño defensivo le iba a costar muy
cara.
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