(95) Pedro Pizarro explica después con
mucho realismo en qué tremenda situación se encontraban: “El indio se volvió
para su señor Atahualpa y le contó todo lo que había visto, diciéndole que, si
viesen la gente que él tenía, se huirían. Con esto Atahualpa se aseguró y no
tuvo en nada a los españoles. Porque, si los tuviera en algo, enviaría gente a
la subida de la sierra, que era muy agreste, y con que pusiera allá la tercia
gente de la gente que tenía, mataría a todos los españoles o a la mayor parte,
y los que huyeran, serían muertos en el camino”. Y lo menciona con la habitual
declaración de fe de aquellos duros soldados: “Ordenolo nuestro Señor así
porque fue servido que entrasen en esta tierra cristianos”.
Según se iban acercando al temible
Atahualpa, su mayor enemigo lo llevaban dentro, en sus torturadas mentes, cuyos
obsesivos y realistas temores serían imposibles de controlar. Ansia por llegar
y ganas de huir, todo a un tiempo. Entre los soldados iba Francisco de Xerez, y
nos sigue contando: “Al otro día, madrugó el Gobernador con la luna porque
había gran jornada hasta llegar a un
poblado llamado Motux. Allí supimos que su cacique estaba en Cajamarca y
había llevado trescientos hombres de guerra, quedando en el lugar un capitán
puesto por Atahualpa”. No le gustaron a Xerez las costumbres de aquella zona:
“Es gente sucia, comen carne y pescado todo crudo. Sacrifican a sus propios
naturales e hijos. Y los mismos que van a ser sacrificados se dan de voluntad a
la muerte, riendo y bailando y cantando; y la piden después de que están hartos
de beber, antes de que les corten las cabezas”. Lo que cuenta Xejez era cierto,
pero lo interpretó equivocadamente. Se practicaban sacrificios humanos, pero
solo se hacían en casos muy excepcionales, tras ocurrir un gran desastre por
causas naturales o como resultado de la guerra. Este tipo de rito se llamaba
Capacocha.
Tras cuatro días de descanso (corporal
pero no mental) en Motux, se pusieron en
marcha. En dos jornadas llegaron a orillas del río Saña, muy crecido en aquel
momento. Tenían noticias de la existencia de un poblado en la otra margen y,
para evitar riesgos excesivos, Pizarro ordenó que fueran a inspeccionarlo
solamente su hermano Hernando y el
capitán Soto con un grupo de soldados. Se encontraron con un pueblo casi
fantasma: la mayoría de los indios se habían escondido porque acababan de
sufrir un terrible castigo de Atahualpa, con el coste de miles de víctimas.
Hablaron con algunos y consiguieron tranquilizarlos, pero cuando les pidieron
información sobre Atahualpa, enmudecieron. La reacción de Hernando Pizarro
habrá que añadirla al montón de indicios que apuntan a que había un aspecto muy
despótico en su carácter. Dice Xerez: “El capitán Hernando Pizarro (al parecer contra el criterio de Soto) tomó aparte a un indio principal y,
atormentado, dijo que Atahualpa esperaba de guerra en tres partes, con mucha
soberbia y para matar a los cristianos”. Al parecer Hernando siguió
atormentándolo, pero, según dice el cronista Cristóbal de Mena, “ni con fuego
ni con otra cosa, nunca dijo más de esto”.
(Imagen) El sacrificio humano no estaba
generalizado en el imperio inca, pero se practicaba en ocasiones especialmente
señaladas, como la muerte del emperador o en catástrofes naturales. Tal rito
tenía el nombre de capacocha. Se daba orden de traer al Cuzco niños sin
defectos físicos, se escogía a los más bellos y se les daba una preparación
ascética y espiritual. Esos niños eran considerados los más apropiados para
conseguir el favor de los dioses, y volvían a sus poblados para ser inmolados en
altas montañas de todo el imperio, vistiéndolos previamente con gran lujo,
adornándolos con joyas, perfumándolos y maquillándolos, lo que facilitó su
momificación. Para sus familiares era un gran honor. Sirva de triste ejemplo la
momia (‘Momia Juanita’) de una jovencita sacrificada que se encontró el año
1995 en Perú.
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