(111) Por su parte, el cronista Francisco de Xerez, quien, aunque
juzgaba con dureza a Atahualpa no dejaba de admirar su talante majestuoso, los caballos de tropel, cosa que
nunca habían visto, que con gran completa algunos detalles de lo que vio: “En
todo esto, no alzó armas ningún indio contra los españoles, porque fue tanto el
espanto que tuvieron de ver entrar al Gobernador entre ellos y soltar de
improviso la artillería y entrar turbación procuraban más huir para salvar las
vidas que de hacer guerra. Todos los que traían las andas de Atahualpa
parecieron ser hombres principales, los cuales todos murieron, y también los
que venían en las literas y hamacas. Murió también el cacique señor de
Cajamarca. El Gobernador se fue a su posada con su prisionero Atahualpa
despojado de sus vestiduras, pues los españoles se las habían roto por quitarle
de las andas”. Y le sale del alma la siguiente reflexión: “Cosa fue maravillosa
ver preso en tan breve tiempo a tan gran señor, que tan poderoso venía”. Se le
olvida otra maravilla: no murió ni un solo español a pesar de aquel loco ataque
en medio de la estampida de los indios, en lo que fue la batalla más decisiva
de la conquista de Perú. “El Gobernador mandó sacar ropa de la tierra y que lo
vistieran, y quiso aplacarle el enojo y turbación que tenía de verse tan presto
caído de su estado”. Le dijo que no se sintiera humillado por la derrota,
puesto que los españoles habían puesto al servicio del emperador a otros más
poderosos que él. Palabras diplomáticas que de poco podían valer, como las que
añadió después (entre hipócritas y sinceras): “Cuando hayáis visto el error en
que habéis vivido, conoceréis el beneficio que recibís de haber venido nosotros
a esta tierra”. Se refería al conocimiento de la fe cristiana, pero también a
otra cosa: “Debes tener por buena ventura que no has sido desbaratado por gente
cruel, como vosotros sois, que no dais vida a ninguno. Nosotros usamos de
piedad con nuestros enemigos vencidos, pues pudiéndolos destruir, los
perdonamos, y no hacemos guerra sino a los que nos la hacen. Y si tú fuiste
preso y tu gente desbaratada y muerta, fue porque venías con tan gran ejército
contra nosotros, habiéndote rogado que vinieses de paz”.
Cieza completa lo que dice Xerez con otros aspectos importantes: “El
despojo obtenido fue grande de cántaros de oro y plata, y otras joyas y piedras
preciosas. Cautivaron muchas señoras principales, de linaje real y de caciques,
algunas muy hermosas, vestidas a su modo, que es galano. También muchas
mamaconas, que son las vírgenes que estaban en los templos. De los españoles,
no peligró ninguno y dieron muchas gracias por ello a Dios. Permitió Pizarro que
tuviera sus mujeres Atahualpa, el cual mostraba buen semblante, fingiendo más
alegría que tristeza, y esforzaba a los que veía de los suyos diciéndoles que
era usanza de la guerra vencer y ser vencidos”. Por orden de Pizarro, fueron
varios españoles al campamento de Atahualpa y recogieron otro importante botín:
“No hicieron enojo a los indios que allí estaban porque ellos tampoco se
resistieron; harto tenían que llorar por su calamidad. Amonestábanles los
nuestros para que fuesen a ver a Atahualpa y a saber lo que les mandaba; muchos
iban. Pizarro les consolaba certificándoles que él no daría guerra si ellos no
la diesen primero; tranquilizoles mucho tal razón”.
(Imagen) Los conquistadores españoles no solo exhibieron grandes dosis
de valor en todas sus campañas. Como asociamos la muerte a las guerras, pasa
desapercibido otro aspecto de aquel permanente calvario (a veces compensado con
gloriosos triunfos, pero siempre pagando el precio de todo tipo de sufrimientos):
no se pueden olvidar el hambre canina por quedarse sin suministros, los fríos
en las altas montañas nevadas, los calores húmedos y tórridos, el esfuerzo
agotador tragando leguas, las enfermedades devastadoras, los mortíferos
caimanes… Y, como era habitual, la extenuación de batallar durante horas
seguidas. Lo que quiere decir que no solo tuvieron una gran fuerza moral, sino,
también, una excepcional resistencia física. El acierto estratégico de Pizarro
en Cajamarca, atacando como un rayo a quienes rodeaban a Atahualpa, logró su
apresamiento y la muerte de los aristócratas que lo rodeaban, así como la derrota,
por desmoralización, de su ejército. Y para redondear el éxito, ocurrió algo
totalmente fuera de lo normal: no murió ni un solo español.
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