(36) Ya sabemos en qué punto estaba la
situación: Almagro va hacia Panamá para conseguir refuerzos (y también, cosa
bien triste, para relevar a los muertos), Pizarro y su tropa quedan a la espera
en San Juan, y Bartolomé Ruiz, al mando del navío, zarpa rumbo al sur para
descubrir nuevas tierras y conseguir más información. Cieza resume en exceso el
viaje de Bartolomé. Completaré los datos con lo que aportan Xerez y otro
relator anónimo que, casi con seguridad, era uno de los marineros del barco (no
iban soldados), autor de un corto texto conocido como la crónica de Sámano, el
apellido del secretario real que se lo remitió a Carlos V (y, como no doy
puntada sin hilo, diré que una sobrina nieta de Sancho Ortiz de Matienzo estuvo
casada con un hermano de este alto funcionario). Con escritura algo más tosca
de lo habitual, este cronista anónimo va diciendo: “Bartolomé Ruiz, un piloto
muy bueno, navegó con mucho trabajo y halló una bahía muy buena que puso por
nombre de San Mateo, y allí vio tres pueblos grandes junto a la mar, y salieron
algunos indios que venía adornados de oro y tres principales con unas diademas
puestas, y dijeron al piloto que se fuese con ellos: Bartolomé dioles un hombre
que se llama (Andrés) Bocanegra, que
estuvo allá dos días y violes andar adornados de oro. Vuelto el cristiano
acompañado de muchos indios, siguieron la costa y descubrieron tierra muy
llana de muchas poblaciones, y hallaron
que estaban de la línea equinoccial a tres grados y medio perdido al norte”. Es
decir, se había atravesado por primera vez en el Pacífico la mítica línea del
ecuador y navegado todavía más de 300 kilómetros. Lo sabían perfectamente
porque, desconociendo el cálculo exacto de la longitud, precisaban sin embargo muy bien la altitud. Pizarro les
había dado un plazo para la aventura y dieron la vuelta una vez cumplido, tras
haber descubierto Cancebí, la punta de Pasaos, la isla del Gallo, la bahía de
San Mateo y las tierras de Coaque. Además, aunque no llegaron a verla, habían
estado muy cerca de Tumbes, una población costera que, sin ser de los incas,
tenía una cultura muy desarrollada.
Y sigue contándonos el ‘anónimo’: “Según
navegaban, tomaron un navío en el que venían unos veinte hombres (eran de Tumbes); se echaron al agua once
dellos, y tomados los otros, el piloto echó en tierra ocho para que se fuesen,
y se quedó con tres dellos (o sea que
eran 22); a estos tres, que quedaron como lenguas (intérpretes) hízoles muy buen tratamiento y trújolos consigo, e
luego tomaron nuestra lengua muy bien”. Uno de los intérpretes se integró
después completamente en la cultura hispana; conocido durante mucho tiempo como
Martinillo, terminó por ser Don Martín y le premiaron sus servicios con una
encomienda de indios. Otro de ellos, al que llamaron Felipillo, intervino mucho
en los asuntos de Perú, aunque su trayectoria fue bastante conflictiva. El
cronista, además, explica la perfección técnica de la nave, y después nos muestra con detalle el
valor de la mercancía que transportaban (sin duda, se dedicaban al comercio),
todo ello prueba evidente de la gran riqueza y refinamiento de la zona de
Tumbes: “Traían muchas piezas de plata y de oro para adorno de sus personas, y
para hacer rescate (intercambio) con
quienes iban a contratar, coronas y
diademas y cintos y puñetes y armaduras, y tenazuelas y cascabeles, y sartas y
marcos de cuentas, y espejos guarnecidos de la dicha plata, y tazas y otras
vajillas para beber. Traían muchas mantas de algodón y camisas y otras muchas
ropas, todo lo más dello muy labrado de labores muy ricas, de colores de grana
y carmesí y azul y de todos los colores, con figuras de aves, animales,
pescados y arboledas. Tenían piedras de esmeraldas y otras piedras y pedazos de
cristal”.
(Imagen)
Los indios que los españoles cogían para ser intérpretes eran tratados con
mimo por su gran utilidad, aunque, a veces, les respondían con la traición. No
fue el caso de Martinillo, originario de Tumbes y siempre fiel a los españoles.
La imagen representa el momento en que Batolomé Ruiz lo apresó junto a otros
nativos. Jugó papeles de relevancia al lado de Pizarro, su padrino en el
bautizo, que le dio el nombre de Martín Pizarro. Se enriqueció y se estableció
como un español más (al que se le daba el selecto trato de ‘Don’), hasta el
punto de que figura anotado en el acta de la fundación de Lima. Se le torció la
suerte en las guerras civiles por apostar al caballo perdedor, Gonzalo Pizarro,
y fue castigado. Tuvo el coraje de presentarse en España para conseguir un
título de nobleza, pero murió prematuramente en Sevilla mientras esperaba la
llegada de su mujer, Luisa de Medina, y de su hija, Francisca, cuyo nombre es
revelador.
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