(31) Prueba, tristemente, superada. Página
pasada; había que seguir escribiendo el heroico ‘libro’, siempre con la vista
al frente. Llegaron navegando a una entrada de la costa a la que llamaron
Puerto de la Candelaria por ser la fiesta del día, y allí conocieron otra
pesadilla que les iba a acompañar constantemente: las lluvias torrenciales y
los mosquitos: “Caían tantos y tan grandes aguaceros, con grandes relámpagos y
truenos, que no podían andar; la ropa se les pudría y se les caían a pedazos
los sombreros; los mosquitos les fatigaban, porque, donde hay muchos, es gran
tormento”. Los indios sabían que merodeaban por la costa y huían. Llegaron a un
poblado que había quedado vacío, y tuvieron ocasión de ‘rapiñar’ alimentos y algo de oro; y
también de tropezar con lo macabro: “Hallaron mucho maíz y carne de puerco, y
tomaron más de seiscientos pesos de oro fino en joyas (cerca de dos kilos y medio); y en las ollas de los indios que hallaron
al fuego, entre la carne para comer, se vieron algunos pies y manos de hombres”.
El lugar era poco hospitalario y
decidieron seguir navegando. Setenta días después de su salida de Panamá, llegaron
a un lugar que llamaron Pueblo Quemado (otro nombre deprimente) y continuaron los
apuros. Fueron atacados: “Un cristiano a quien llamaban Pedro Vizcaíno, después
de haber muerto a algunos indios, le dieron tales heridas, que murió de ellas;
y de un apretón que dieron mataron a otros dos españoles”. Los indios volvieron
de nuevo, mataron a dos españoles más, hirieron gravemente a veinte, y Pizarro,
que siempre estaba en primera línea, se vio en serios apuros: “Conocían los
indios que Pizarro era el que más mal les hacía, y deseando de lo matar,
cargaron muchos sobre él y diórenle algunas heridas, y tanto le fatigaron, que
le hicieron ir rodando una ladera ayuso, pero llegando a lo más llano, se puso
en pie con su espada alta y, con determinación de vengar él mismo su muerte,
hirió a los primeros que llegaron, matando a alguno”. El cronista Francisco de
Xerez, soldado-escribano de Pizarro, fue testigo de los hechos y da un detalle
más preciso: “El capitán Pizarro fue herido de siete heridas, la menor dellas
peligrosa de muerte”. Llegó rápida la ayuda de sus compañeros y Pizarro pudo
salvarse (valga como muestra de que cada amanecer podía ser el último). Los
indios quedaron desmoralizados y Cieza
saca a relucir el fondo providencialista de su alma: “Y aunque los naturales,
siendo muchos, tuviesen el designio de matar a los españoles, que eran unos
sesenta, les temían extrañamente, y no sé a qué se puede deber sino a Dios
todopoderoso, que, cegando el entendimiento de los indios, ha permitido que los
españoles se salven en tan grandes peligros”.
Pero lo cierto es que esa confianza ‘insensata’ fue un componente
esencial de los grandes éxitos y también de los grandes fracasos de los
españoles en Indias, porque eran profundamente creyentes. Continuaron la ruta
marítima hacia un lugar llamado Chicama. No alcanzaron a ver que Almagro pasaba
de largo con un barco de ayuda y provisiones. En Chicama se repitió la decisión
de enviar la nave que tenían a Panamá, para repararla, llevar el ‘argumento’
del oro conseguido, cargar mercancía y animar
a que se enrolara más gente en la expedición, quedando la tropa a la
espera.
(Imagen)
Debido al retraso por la espera de provisiones, tardaron 70 días en
llegar a Pueblo Quemado, donde tuvieron una dura batalla. No bastaba ser
valiente: hacía falta suerte para alcanzar la gloria. La inmensa América
escondía pocas civilizaciones rutilantes. En el norte no hubo ninguna. En el
centro, el gran imperio azteca, para suerte de Cortés. ¿Habría más? Pizarro
siguió sin desmayo hacia el sur durante nueve años de infierno, confiando en
Dios y en los indicios cada vez más abundantes de la existencia de otro gran
pueblo, y conquistó el Perú. Otros
continuaron buscando maravillas, pero nadie alcanzó éxito semejante. Quizá
habría que poner en tercer lugar, pero a mucha distancia, el triunfo de Gonzalo
Jiménez de Quesada en Colombia.
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