(20) La buena sintonía de Balboa con los
indios tuvo grandes beneficios y, entre otros, algo que resultó de vital
importancia: con él no usaron la táctica de engañar a los españoles con
fantasías para perderlos de vista, sino que le pusieron al corriente de dos
asuntos sensacionales. Le dijeron que, a poca distancia hacia el oeste, podía
encontrar un mar tan grande que parecía no tener fin y, además, siguiendo al
sur por su litoral, aunque muy lejos, existía una fabulosa civilización. Lo del
mar era la confirmación de lo que la Corona española ya sospechaba y anduvo
buscando ansiosamente desde los primeros viajes de Colón. Así que el romántico
Balboa, que ya era una figura de primer orden, se puso en marcha desde la
panameña costa del Atlántico hacia el océano prometido, al mando de una
expedición que pasó las de Caín durante el recorrido. Partió con 190 españoles.
Si no pudo conseguir más fue por las trabas que Enciso le fue poniendo, pues,
ya antes de que Balboa lo desterrara, le había desacreditado ante la Corte con
una carta calumniosa, con lo que perdió el apoyo del rey. La colaboración de
numerosos indios amigos resultó de gran ayuda para el terrible viaje a través
de la selva, en el que tropezaron con una grave dificultad añadida: los
españoles tuvieron que batallar con varias tribus belicosas que encontraron por
el camino. Muchos no lograron continuar la marcha por enfermedad o por puro
agotamiento, y se quedaron a la espera de la vuelta de los demás. Solamente
pudo contar con 67 hombres de acero para el último tramo de aquella locura de
viaje (entre los cuales descubriremos una agradable sorpresa).
¡DÍA 25 DE SETIEMBRE DEL AÑO DEL SEÑOR DE
MIL E QUINIENTOS E TRECE AÑOS! Guarden sus mercedes en la memoria esa fecha. En
tal día ocurrió que Balboa supo por los indios que, desde la cima de una
montaña próxima, se divisaban ya las aguas del inmenso mar que buscaban, y no
quiso esperar a verlo ni un minuto. Se adelantó a sus hombres y, llegado a la cumbre,
contempló la maravilla de las maravillas, el gran océano. Freud (copiando sin decirlo
a Melville, el autor de Moby Dick) llamaba al misticismo ‘un sentimiento
oceánico’. Pues ahí tenemos a Balboa, en solitario, con un auténtico y
embriagador sentimiento oceánico, sabroso al máximo, además, por el enorme sacrificio
en angustias y sufrimientos que había costado dar en la impresionante diana.
Pronto alcanzó a Balboa el resto de la
tropa y lo celebraron a lo grande. También con sincera alegría religiosa, algo
esencial en el espíritu de aquellos tiempos, por lo que entonó el capellán,
Andrés de Vera, un clérigo regular, el Te Deum Laudamus, el bello himno
gregoriano. Esa presencia de capellanes en las campañas solo fue posible por su
enorme valor personal, y, en este caso concreto, como en otros muchos, también
por su extraordinaria resistencia física. Es cierto que los frailes llevaban,
en general, vida más ejemplar que los clérigos regulares, y que unos y otros iban
en las campañas con menos peligro (‘suba, su reverencia, al caballo y vaya en
la retaguardia’). Pero todos arriesgaban el pellejo, y me pregunto qué harían
si un indio estuviera a punto de matarlos. Supongo que no se defenderían
precisamente a hisopazos. Para los soldados, su presencia era algo muy
apreciado porque, al entrar en batalla, les hacía confiar en la ayuda divina,
motivados psicológicamente como los muchos toreros que rezan minutos antes de
salir al ruedo.
(Imagen) Hay que señalar que en el plano
figuran la ciudad de Panamá y la población de Nombre Dios, esta última fundada por
Diego de Nicuesa en 1510, y, la primera, por Pedrarias Dávila en 1519. Ni Bastidas,
ni Nicuesa ni Ojeda descubrieron el Pacífico, en parte por las dificultades de
la selva del Darién. Balboa fue el afortunado, yendo por la ruta marcada en
rojo. Uno ve la corta distancia que hay desde Nombre de Dios hasta el gran
océano y lamenta que el desdichado Nicuesa no fuera el primero en encontrar el
paso. Es fácil entender por qué le pusieron el nombre de Mar del Sur (también
se referían al Caribe como Mar del Norte).
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