(920) Inca Garcilaso, para explicar por
qué los vecinos de Santiago de Cuba temían tanto que fueran atacados por mar,
se alarga dos páginas hablando del motivo. Contado muy brevemente, ocurrió que
el capitán de un barco, llamado Diego Pérez,
que andaba merodeando por la costa, vio llegar otro que era de piratas, y se dirigió hacia
él para proteger a los de la ciudad. Habló con el capitán bucanero, dando la
casualidad de que ambos tenían un espíritu romántico, y decidieron convertir
aquello en un duelo entre caballeros. Estuvieron varios días enfrentándose,
pero en serio, pues hubo hasta muertos.
El capitán pirata, viendo que tenía las de perder, no quiso llegar hasta el
desastre total, y desapareció en el horizonte. Esa era la razón de que, cuando
vieron llegar la armada de Hernando de Soto, creyeran que volvía el pirata con
más barcos. Termina el cronista criticando a los vecinos por no ayudar ni
recompensar al capitán Diego Pérez, quien, muy generosamente, había arriesgado
su vida para protegerlos. El jinete que los confundió con piratas y rectificó
de inmediato tuvo que ser muy torpe, ya que una armada tan importante tenía que
llevar sus inconfundibles banderas españolas ondeando al viento. Aunque quizá
pensara, de primeras, que los piratas habían usado el engaño de ponerlas.
Después, pudo haber ocurrido otra
desgracia, y da la sensación de que, en los viajes de aquellos tiempos, y en la
vida diaria sobre el terreno de las Indias, eran frecuentes los percances:
"Hernando de Soto fue recibido con mucha fiesta y común regocijo de toda
la ciudad, pues, por las buenas noticias de su prudencia y afabilidad, había
sido muy deseosa su presencia. A este contento se juntó otro, no menor, pues el
obispo que llegaba con el gobernador a aquella iglesia, fray Hernando de Mesa,
dominico, era un santo varón y el primer prelado que tuvieron (hay algún
error: en ese tiempo era obispo Diego de Sarmiento). El cual estuvo a punto
de ahogarse al desembarcar, porque, cuando Su Señoría iba a pasar del navío al batel,
la barca se apartó un tanto, de manera que, no pudiéndola alcanzar (por ser las
ropas largas), cayó entre los dos bajeles y, al sacar la cabeza del agua, dio
con ella en la barca, por lo cual se vio en riesgo de perder la vida, pero los
marineros, echándose al agua, lo libraron. Viéndose la ciudad con dos
personajes tan principales para el gobierno de ambos estados, eclesiástico y
seglar, no cesó en muchos días de festejarlos con danzas, saraos y máscaras que
hacían de noche, o con juegos de cañas y toros, que corrían y alanceaban".
A lo largo de sus crónicas, se ve
claramente que Inca Garcilaso tenía verdadera pasión por los caballos. De
paso nos revela que iba prosperando el
negocio de su cría, especialmente en Cuba: "Para estos regocijos y fiestas
ayudaban mucho los abundantes y en
extremo buenos caballos que en la isla había, de obra, talle y colores, porque,
además de la bondad natural que los de esta tierra tienen, los criaban entonces
con mucho cuidado y en gran número, pues había hombres que tenían en sus
caballerizas hasta treinta caballos, y los ricos, hasta sesenta, criándolos
porque, para las nuevas conquistas que en el Perú, México y otras partes se
habían hecho y hacían, se vendían muy bien y era la mayor y mejor producción
que en aquel tiempo tenían los moradores de la isla de Cuba".
(Imagen) Hemos visto en la imagen anterior
que Luis de Moscoso se casó en México con su prima Leonor de Alvarado. Para
entonces ella debía de ser bastante mayor, porque había quedado viuda el año
1526. Su anterior marido fue un hombre de gran relieve, GIL GONZÁLEZ DE ÁVILA,
nacido en Ávila el año 1480. Era de familia noble, y estuvo protegido desde muy
joven por el inquietante obispo Juan Rodríguez de Fonseca, quien llegó a los
más altos cargos eclesiásticos y políticos ya desde el tiempo de los Reyes
Católicos. El obispo era generoso con quienes valían y obedecían. Así, por
ejemplo, consiguió que se nombrara Tesorero de la recién fundada Casa de
Contratación de Indias (año 1503) a Sancho Ortiz de Matienzo, antiguo compañero
suyo, como canónigos de la catedral de Sevilla. Y de la misma manera fue
nombrado el año 1511 Gil González de Ávila Contador de la Hacienda Real de la
Isla de Santo Domingo. Además de funcionario, Gil tenía inquietudes de
conquista. En un corto viaje que hizo de regreso a España, se encontró con otro
hombre emprendedor, el gran piloto Andrés Niño, quien, en aquellos tiempos,
estaba obsesionado con la idea de recorrer las costas centroamericanas del
Pacífico. Había demasiada competencia, y encontró en Gil González de Ávila el
socio perfecto para obtener un permiso de exploración. La varita mágica de
Fonseca funcionó, y los dos se lanzaron a su aventura (en la imagen se ve que
luego le pusieron su nombre a una gran bahía). Partieron de España en setiembre
del año 1519. Al llegar a la costa atlántica de Panamá encontraron un obstáculo
casi insalvable. El cruel gobernador Pedrarias Dávila se negó, a pesar de que le
presentaron una orden del Rey, a entregarles
las naves que su difunto yerno, Vasco Núñez de Balboa (ejecutado por
él), había dejado construidas en las playas del Pacífico. Gil, con gran
arranque, logró hacer cuatro naves nuevas en aquella costa, pero en tan duras
condiciones de transporte, que habían muerto en la travesía varios indios, españoles
e, incluso, animales de carga. Tras varios meses de trabajo, se hicieron a la
mar, pero la desgracia los acechaba, y los barcos, por los pocos conocimientos
constructivos de aquellos héroes, se fueron pronto a pique. No obstante,
veremos en la próxima imagen de lo que era capaz un superhombre: GIL GONZÁLEZ
DE ÁVILA.
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