lunes, 4 de enero de 2021

(Día 1309) Pacificado Sayri Túpac, el virrey, tras su racha de decisiones injustas, se dedicó a tareas administrativas, pero Felipe II le nombró un sustituto: Don Diego de Acevedo.

 

     (899) El nombre cristiano escogido en el bautizo por Sayri Túpac fue el de Diego, porque siempre le gustaron las historias que oyó sobre al apóstol Santiago, a pesar de que casi todas se referían a la ayuda que, según los soldados españoles, les había dado para vencer a los indios. Por la paz conseguida y por la conversión de Sayri, se hicieron grandes fiestas en el Cuzco, en las que no podían faltar el rejoneo de toros y los  juegos de cañas, que, aunque no eran con lanzas, tenían su peligro. Después vino para Sayri un tiempo de descanso, disfrutando de la ciudad del Cuzco, donde lamentó que los españoles hubiesen destruido la impresionante fortaleza construida por los incas, que, precisamente, se derribó para que no volvieran a guerrear contra los españoles desde ella: "Después fue al valle de Yucay, para gozar del jardín que allí tenía. Allí permaneció el poco tiempo que le quedó de vida, que no llegó a tres años. Dejó una hija (llamada Beatriz Clara Coya) que se casó más tarde con un español llamado Martín García de Loyola (el sobrino nieto de San Ignacio del que ya hablamos)".

     Tras los rigores que había aplicado el virrey, con ejecuciones y destierros, y habiendo logrado aplacar la peligrosa rebeldía de Sayri Túpac,  se sintió más tranquilo. Escogió entonces su guardia personal, aunque  algunos murmuraban, quizá con mala intención, que los elegidos merecían, más bien, ser castigados, por sus implicaciones en los alzamientos pasados. Se dedicó, pues, principalmente, a labores administrativas y dedicaba también bastante tiempo a disfrutar del ocio. Habla Inca Garcilaso de algo que le agradaba mucho, pero le va a servir para recordar, como contraste, la crueldad que había mostrado: "Le gustaba entretenerse en cosas agradables, a lo que contribuía un indiezuelo de unos quince años, que era chocarrero y decía cosas muy graciosas. Cuando se lo presentaron, él se alegró, y le gustaba mucho oírle a todas horas. Le hacía mucha gracia que, en lugar de tratarle como Vuestra Excelencia, le llamaba Vuestra Pestilencia. Pero las malas lenguas decían que era el apelativo que le correspondía, por las crueldades y pestilencia que aplicó a los que mandó matar, y a sus hijos, al confiscarles sus encomiendas de indios, y por la peste que echó sobre los que envió desterrados a España, pobres y desamparados".

     Habló antes Inca Garcilaso de la muerte de su padre, y ahora explica que se siente obligado en conciencia a mostrar sus méritos y virtudes, pero no lo va a hacer él, sino que se servirá de otra persona: "Para que la alabanza sea mejor y menos sospechosa, pondré aquí un discurso que, después de muerto, hizo sobre su vida un religioso que la conocía muy bien. No pongo aquí su nombre por haberme mandado, cuando lo escribió, que no se hiciese público,  y habérselo yo prometido, a pesar de que estaría mejor nombrarle, para que, con su autoridad, quedara la de mi padre más calificada". El texto es extensísimo (nueve páginas), absolutamente grandilocuente y lleno de exageraciones teatrales. Ni siquiera lo resumiré, porque lo esencial de su biografía ya lo conocemos.  Como era de esperar, el autor (que quizá sea el mismo cronista, puesto que es absurdo utilizarlo como aval de objetividad cuando no revela el nombre del clérigo) afirma ser cierto que Sebastián Garcilaso de la Vega estuvo tres años junto a Gonzalo Pizarro (durante su rebeldía), pero como simple acompañante, sin participar en las batallas.

 

     (Imagen) Inca Garcilaso va a hacer alusión enseguida a las consecuencias que tuvo el hecho de que el virrey Andrés Hurtado de Mendoza forzara a varios conquistadores a irse a España. Ya estaba Felipe II bastante harto de sus injustas medidas, y esta última lo decidió a nombrarle un sustituto. El elegido fue DON DIEGO DE ACEVEDO, un hombre muy apreciado, que se había casado con su prima Francisca de Zúñiga y Ulloa, condesa de Monterrey, fallecida en 1526. Su vida comenzó de forma escandalosa, pues fue hijo de Alonso de Fonseca y Acevedo, arzobispo de Santiago de Compostela, típico eclesiástico metido en mil líos civiles y militares, cosa frecuente en aquellos tiempos. Es casi seguro también que fuera sobrino de otro obispo de enorme poder político, Juan Rodríguez de Fonseca, mano derecha de los Reyes Católicos, y pieza clave en los asuntos del Nuevo Mundo, bajo cuyo amparo ejerció grandes responsabilidades en la Casa de Contratación de Sevilla el canónigo Sancho Ortiz de Matienzo (cuya imagen acabamos de ver). A diferencia de su padre, DON DIEGO DE ACEVEDO fue la dignidad en persona. Por eso, y por su eficacia en asuntos administrativos, se ganó la confianza de los reyes. Entró muy joven a servir en la Casa Real, teniendo contacto directo con Carlos V y Felipe II, del que fue mayordomo antes de reinar. Por su demostrada discreción, se le dio acceso a toda la correspondencia personal intercambiada entre padre e hijo, los dos personajes reales, encargándose también de transmitirles verbalmente mensajes mutuos. Ejerció como embajador interino en Roma, cesando en 1554, cuando tomó posesión su titular, el marqués de Sarriá. Hasta 1556, estuvo de nuevo en su cargo de mayordomo de la Corte, año en el que fue nombrado Tesorero de la Corona de Aragón. Allí se encontraba en 1558, que fue el momento en que Felipe II lo nombró virrey de Perú. El  elegido era un valor absolutamente seguro, porque el monarca conocía perfectamente al personaje, ya que lo trató directamente desde que era un príncipe heredero muy joven. Pero ocurrió lo inesperado: en junio de 1558, DON DIEGO DE ACEVEDO murió en Valladolid mientras le esperaban en Laredo las naves que habían de llevarlo a las Indias.




No hay comentarios:

Publicar un comentario