(899) El nombre cristiano escogido en el
bautizo por Sayri Túpac fue el de Diego, porque siempre le gustaron las historias
que oyó sobre al apóstol Santiago, a pesar de que casi todas se referían a la
ayuda que, según los soldados españoles, les había dado para vencer a los
indios. Por la paz conseguida y por la conversión de Sayri, se hicieron grandes
fiestas en el Cuzco, en las que no podían faltar el rejoneo de toros y los juegos de cañas, que, aunque no eran con
lanzas, tenían su peligro. Después vino para Sayri un tiempo de descanso,
disfrutando de la ciudad del Cuzco, donde lamentó que los españoles hubiesen
destruido la impresionante fortaleza construida por los incas, que,
precisamente, se derribó para que no volvieran a guerrear contra los españoles
desde ella: "Después fue al valle de Yucay, para gozar del jardín que allí
tenía. Allí permaneció el poco tiempo que le quedó de vida, que no llegó a tres
años. Dejó una hija (llamada Beatriz Clara Coya) que se casó más tarde
con un español llamado Martín García de Loyola (el sobrino nieto de San
Ignacio del que ya hablamos)".
Tras los rigores que había aplicado el
virrey, con ejecuciones y destierros, y habiendo logrado aplacar la peligrosa
rebeldía de Sayri Túpac, se sintió más
tranquilo. Escogió entonces su guardia personal, aunque algunos murmuraban, quizá con mala intención,
que los elegidos merecían, más bien, ser castigados, por sus implicaciones en
los alzamientos pasados. Se dedicó, pues, principalmente, a labores
administrativas y dedicaba también bastante tiempo a disfrutar del ocio. Habla
Inca Garcilaso de algo que le agradaba mucho, pero le va a servir para
recordar, como contraste, la crueldad que había mostrado: "Le gustaba
entretenerse en cosas agradables, a lo que contribuía un indiezuelo de unos
quince años, que era chocarrero y decía cosas muy graciosas. Cuando se lo
presentaron, él se alegró, y le gustaba mucho oírle a todas horas. Le hacía
mucha gracia que, en lugar de tratarle como Vuestra Excelencia, le llamaba
Vuestra Pestilencia. Pero las malas lenguas decían que era el apelativo que le
correspondía, por las crueldades y pestilencia que aplicó a los que mandó
matar, y a sus hijos, al confiscarles sus encomiendas de indios, y por la peste
que echó sobre los que envió desterrados a España, pobres y desamparados".
Habló antes Inca Garcilaso de la muerte de
su padre, y ahora explica que se siente obligado en conciencia a mostrar sus
méritos y virtudes, pero no lo va a hacer él, sino que se servirá de otra
persona: "Para que la alabanza sea mejor y menos sospechosa, pondré aquí
un discurso que, después de muerto, hizo sobre su vida un religioso que la
conocía muy bien. No pongo aquí su nombre por haberme mandado, cuando lo
escribió, que no se hiciese público, y
habérselo yo prometido, a pesar de que estaría mejor nombrarle, para que, con
su autoridad, quedara la de mi padre más calificada". El texto es
extensísimo (nueve páginas), absolutamente grandilocuente y lleno de
exageraciones teatrales. Ni siquiera lo resumiré, porque lo esencial de su
biografía ya lo conocemos. Como era de
esperar, el autor (que quizá sea el mismo cronista, puesto que es absurdo
utilizarlo como aval de objetividad cuando no revela el nombre del clérigo)
afirma ser cierto que Sebastián Garcilaso de la Vega estuvo tres años junto a
Gonzalo Pizarro (durante su rebeldía), pero como simple acompañante, sin
participar en las batallas.
(Imagen) Inca Garcilaso va a hacer alusión
enseguida a las consecuencias que tuvo el hecho de que el virrey Andrés Hurtado
de Mendoza forzara a varios conquistadores a irse a España. Ya estaba Felipe II
bastante harto de sus injustas medidas, y esta última lo decidió a nombrarle un
sustituto. El elegido fue DON DIEGO DE ACEVEDO, un hombre muy apreciado, que se
había casado con su prima Francisca de Zúñiga y Ulloa, condesa de Monterrey,
fallecida en 1526. Su vida comenzó de forma escandalosa, pues fue hijo de
Alonso de Fonseca y Acevedo, arzobispo de Santiago de Compostela, típico
eclesiástico metido en mil líos civiles y militares, cosa frecuente en aquellos
tiempos. Es casi seguro también que fuera sobrino de otro obispo de enorme
poder político, Juan Rodríguez de Fonseca, mano derecha de los Reyes Católicos,
y pieza clave en los asuntos del Nuevo Mundo, bajo cuyo amparo ejerció grandes
responsabilidades en la Casa de Contratación de Sevilla el canónigo Sancho
Ortiz de Matienzo (cuya imagen acabamos de ver). A diferencia de su padre, DON
DIEGO DE ACEVEDO fue la dignidad en persona. Por eso, y por su eficacia en
asuntos administrativos, se ganó la confianza de los reyes. Entró muy joven a
servir en la Casa Real, teniendo contacto directo con Carlos V y Felipe II, del
que fue mayordomo antes de reinar. Por su demostrada discreción, se le dio
acceso a toda la correspondencia personal intercambiada entre padre e hijo, los
dos personajes reales, encargándose también de transmitirles verbalmente
mensajes mutuos. Ejerció como embajador interino en Roma, cesando en 1554,
cuando tomó posesión su titular, el marqués de Sarriá. Hasta 1556, estuvo de
nuevo en su cargo de mayordomo de la Corte, año en el que fue nombrado Tesorero
de la Corona de Aragón. Allí se encontraba en 1558, que fue el momento en que
Felipe II lo nombró virrey de Perú. El
elegido era un valor absolutamente seguro, porque el monarca conocía
perfectamente al personaje, ya que lo trató directamente desde que era un
príncipe heredero muy joven. Pero ocurrió lo inesperado: en junio de 1558, DON
DIEGO DE ACEVEDO murió en Valladolid mientras le esperaban en Laredo las naves
que habían de llevarlo a las Indias.
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