(437) Continúa Cieza su relato: “Los españoles le fueron siguiendo al
Capitán Robledo, y, llamando al apóstol Santiago, comenzaron a herir a los
enemigos, que tiraban muchos dardos. El Capitán dio una adarga que llevaba (escudo de cuero) al trompeta porque le
vio ir sin defensa, y, tomando una ballesta, mató a tres o cuatro indios. Al
ver el daño que les había hecho, uno de los indios le apuntó con un dardo e le
acertó en la mano diestra, e se la pasó de una parte a otra. Y, bajándose para
no perder su lanza, le arrojaron otro dardo e le acertaron por las espaldas,
entrándole más de un palmo. Los españoles hicieron huir a los indios y ganaron
el alto, pero el Capitán estaba muy acongojado por las heridas, tanto, que
todos creímos que muriera. Y, ciertamente, para lo que luego vivió, habiendo de
venir a morir en ese mismo lugar, le habría sido mejor, porque, al menos, no
careciera su cuerpo de sepultura, ni fuera comido por los indios, como lo fue
por la gran crueldad de los que le mataron”.
Es cosa sabida (y a su tiempo veremos cuándo y por qué) que Belalcázar y
algunos capitanes suyos “mataron con gran crueldad a Jorge Robledo”, pero Cieza
añade que los indios comieron su cuerpo muerto. Y así fue. Después de asesinarlo
Belalcázar y los suyos, con muy dudosas justificaciones (entre ellos estaba el
luego último de los rebeldes, Francisco Hernández Girón), marcharon del lugar,
pero, conociendo que era zona de caníbales, enterraron su cuerpo. De nada
sirvió la precaución, porque los indios lo desenterraron más tarde para dar
rienda suelta a su brutalidad, que quizá tuviera un sentido vengativo y ritual.
Los españoles pasaron lo noche en unas casas donde había muchos ídolos
de madera, que les sirvieron como leña para calentarse, mientras que, por su
parte, “los indios amigos mataron a algunos de los enemigos, a los cuales
comieron aquella noche”. Robledo se encontraba muy mal: “Estaba tan acongojado
que verdaderamente creímos que se muriera, de lo cual todos mostrábamos notable
sentimiento porque verdaderamente en aquellos tiempos Robledo era tan querido
por su bondad, que le tenían respeto como a padre. Y así, de noche, el alférez
Melchor Suero de Nava, el padre Francisco de Frías, natural de Castro Nuño,
Álvaro de Mendoza, Antonio Pimentel, Pedro de Velasco, Giraldo Gil de Estopiñán
y otros de los pincipales que allí estaban, dormían con él sin salir de la casa
donde estaba. Y tanto odio se tomó a los indios de Pozo por lo que le habían hecho, que el comendador
Hernán Rodríguez de Sosa salió con sesenta españoles y más de cuatro mil indios amigos a buscar a los enemigos, que se
habían hecho fuertes en un peñol, sobre unas rocas, y procurar matar a cuantos enemigos pudiesen. Los de
Carrapa e Picara estaban alegres por ver que sus temidos enemigos estaban en
tanta calamidad. Cuando partió el Comendador con los españoles, Dios fue
servido de que el Capitán Robledo fuese mejorando de la herida, de lo que no
poco contento teníamos todos”. Cieza, testigo presencial, nos deja bien claro
que sus soldados lo apreciaban en gran manera.
(Imagen) Vendrá bien hacerle ya una breve reseña al cacereño FRANCISCO
HERNÁNDEZ GIRÓN, puesto que, con el tiempo, va a resultar fatal para Jorge
Robledo y tres de sus capitanes. Sus hechos demuestran que fue un líder nato,
valiente, luchador, soberbio e implacable. Tras convertirse en el hombre que
más influía en el ya de por sí brutal Sebastián de Belalcázar, le convenció
para que los ejecutara. Su actividad fue siempre impresionante, y su
deslealtad, también. Sigamos sus ‘alegres pasitos’: LLegó con Aldana a Quito
para frenar a Belalcázar, a cuyas tropas se unió pronto. Luego, dado a ciertos
vaivenes, intervino en las guerras civiles con fidelidad a la Corona. Estando
al servicio del virrey Blasco Núñez Vela, fue derrotado y hecho prisionero por
Gonzalo Pizarro, a quien, a pesar de haberle perdonado, también lo abandonó
para ponerse bajo las órdenes de Pedro de la Gasca, el reprentante del Rey.
Entonces batalló contra Gonzalo hasta derrotarlo en Jaquijaguana, causa de la
muerte del último de los Pizarro. Más tarde, cometió la mayor insensatez de su
vida: encabezó una rebelión que se oponía a las llamadas Leyes Nuevas
(recortaban los privilegios de las encomiendas de indios que se otorgaban a
los españoles). Era un empeño imposible.
Ya no estaba el gran La Gasca, que tanto lo apreció y que le había recompensado
por sus servicio a la Corona. Pero, a pesar de su preocupante ausencia, los
funcionarios de la Real Audiencia de Lima fueron capaces de preparar un
ejército que derrotó a la temible tropa (900 hombres) de FRANCISCO HERNÁNDEZ
GIRÓN. Fue ejecutado a finales del año 1554. A su madre y a su mujer les quedó
dinero suficente para fundar un convento y recluirse de por vida en él.
No hay comentarios:
Publicar un comentario