(396) Pero Enríquez recoge otros matices:
“Tras confesarse Almagro, entraron en el cuarto Alonso de Toro, un pregonero y
un verdugo. Les pidió que llamasen a Hernando Pizarro porque quería hablarle.
El cual vino y díjole el desventurado
que, si creía que merecía la muerte, que se la diese el Rey o su hermano, el
Gobernador. Hernando Pizarro le respondió que había de morir, y salió. El
viejo, no pudiendo más, dijo: ‘Hernando Pizarro, os emplazo ante Dios, a vos y
a todos los que han preparado esta muerte tan contra razón y justicia, para que
dentro de treinta días comparezcáis a juicio conmigo en el otro mundo’. El
reverendo padre que le había confesado le dijo: ‘Señor, eso está prohibido en
nuestra ley, porque parece que no hay sino odio. El cual, si alguno tenéis,
como católico que sois lo habéis de deshacer en el viaje en que estáis, pues es
para subir a tan alto y glorioso lugar. Acordaos que Cristo dijo al Padre:
‘Perdónales, Señor, porque no saben lo que hacen’. Respondió el paciente
Almagro: ‘Desisto del emplazamiento que he hecho’. El alguacil mayor (Alonso de Toro) dijo a los clérigos que
se apartasen de él para poder darle garrote allí dentro. Y Almagro le dijo:
‘Torico -porque era un mancebo-, ¿por
qué te has hecho gavilán?, pues poca carne tienes en mí que comer, que soy todo
huesos’. Y, ciertamente, Toro era un mozuelo, criado de Hernando Pizarro, al
que acababa de hacer alguacil mayor. El cual dijo al verdugo que hiciese lo que tenía que hacer, y le contestó
que no habría de matar a un príncipe como aquel. Pero se lo hicieron cumplir a
la fuerza”.
Almagro protestó a gritos: “Al tiempo en
que le echaban la soga a la garganta, el desventurado viejo comenzó a dar muy
grandes voces: ‘¡Oh, tiranos que os apropiáis las tierras del Rey, y me matáis
sin culpa!’. Y así paso de esta presente vida de trabajos y envidias para la
eterna gloria. Después de ser ahogado le sacaron con pregón real a la plaza de
la ciudad, y le tuvieron encima de un repostero dos horas, siendo después
enterrado en el monasterio de Nuestra Señora de la Merced”.
Don Alonso Enríquez de Guzmán finaliza así
su, en verdad, sentido relato de la muerte de Almagro, pero sin poder
renunciar, como es su costumbre, a sazonar su crónica con algunas gotas de de
humor negro y de cinismo. Partió entonces para España porque el Rey reclamaba
su presencia. Dice que deseaba tener noticias de Perú, pero la carta que le
envió era en realidad una orden de que se presentara para hacer frente a
algunas acusaciones que tenía pendientes por su vida pasada: “Después me hice
amigo de Hernando Pizarro (su ‘bestia
parda’), porque este estaba vivo y Almagro muerto, y es muy poco provechosa
la conversación con los muertos, y guardé en secreto mi escritos (su cónica), para solo hacerlos públicos
yo mismo o mis albaceas. Quiero deciros que yo quería que, por los temores,
tormentos, peligros y trabajos que me hizo pasar Hernando Pizarro, este cruel
tirano mezclara en ellos alguna recompensa, así de honras como de intereses, después
de haberme robado y hacerme gastar más de veintidós mil castellanos. Y demostró
tenerme en poco. Pero, cuando llegó a España, temiendo mi linaje y mi
condición, comenzó a desvariar, y algunas veces me hablaba bien y otras mal”.
Tanto Enríquez como el ejemplar Diego de Alvarado le complicaron mucho la vida
judicialmente en España a Hernando Pizarro.
(Imagen) A diferencia del cronista Pedro
Pizarro, que despacha con dos líneas la ejecución de Almagro (sin duda, por no
dañar la imagen de sus parientes), tanto Cieza, como Inca Garcilaso de la Vega
y Don Alonso Enríquez de Guzmán, cada uno a su manera (la de Enríquez teñida de
rencor), nos lo describen tan vivamente y con tanto sentimiento, que nos meten
en una escena digna de Shakespeare. Sería necesario haber conocido
personalmente a Diego de Almagro, en su día a día, y en todo el trascurso de su
vida, para valorarlo en su justa medida. Pero, de lo que cuentan los cronistas,
se puede deducir que tuvo un mérito absolutamente extraordinario, y que, sin su
incondicional ayuda, Pizarro sería recordado hoy como uno más de los grandes
fracasados de las Indias. Era Almagro tuerto y poco atractivo. A veces brusco,
pero siempre deseoso de ser apreciado por sus hombres. Abusaron de él los
hermanos Pizarro, y los errores que se cometieron por ambas partes produjeron
el desastre. Casi el único recuerdo que queda de Almagro es una estatua
ecuestre colocada en Santiago de Chile, con réplica en Almagro, su localidad de
natal. La Historia ha sido muy injusta con él. Pocos perdedores habrá habido
tan dignos de admiración como el pequeño, tuerto y analfabeto DON DIEGO DE
ALMAGRO EL VIEJO, Gobernador, con legítimos méritos, de lo que se llamó LA
NUEVA TOLEDO. Dicen que, en las noches de luna llena, salen galopando en sus caballos de bronce,
desde Medellín, Trujillo y Almagro, Cortés, Pizarro y Almagro, llegan al
monasterio de Guadalupe, se apean, se abrazan, recuerdan sus gloriosas hazañas
y lamentan los errores cometidos.
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