(387) Allí se tomaron un respiro y
consiguieron provisiones. Pero mala cosa es ir por ruta desconocida,
especialmente en medio de los terribles Andes: “Candía mandó a algunos mancebos
que fuesen por todas partes a buscar un camino mejor. Volvieron al cabo de
algunos días y dijeron que la montaña crecía en espesura, sin que vieran ningún
camino por donde pudiesen ir sin trabajo. Todos estaban acongojados por verse
en aquella situación. Su único consuelo fue que
donde estaban no hacía tanto frío como el que habían padecido.
Encomendándose a Dios, partieron de Abisca, y hallaron a algunos indios
flecheros que tienen por costumbre comer carne humana, y flecharon a algunos de
los españoles, y, por no estar las flechas envenenadas, no murió ninguno. Los
afligidos cristianos tomaban con mucha paciencia hachas, machetes y azadones, e
iban abriendo camino para poder andar, creyendo que Dios sería servido de que
diesen pronto en la tierra de la que había hablado la maldita india de Candía”.
En tan dura circunstancias, sufrieron otro
ataque de los indios. Los repelieron, matando a algunos: “Ese día apresaron a
uno de estos indios, y preguntándole Pedro de Candía por medio de intérpretes
en cuántos días podrían salir de aquella montaña, respondió que no había otra
cosa que ver más que montañas como las que habían pasado”. Los españoles
estaban ya muy inquietos porque las provisiones escaseaban. Siguieron
caminando: “Había unos espinos tan malos que, aunque iban con gran tino, se les
metían las agujas por los pies y por las piernas, y, como eran espinas tan
enconosas, era mucho el dolor que sufrían. Comían de los caballos que se morían
y de algunas ovejas (llamas o similares)
que habían quedado. Cortaban árboles, y, atándolos unos a otros, hacían puentes
para poder pasar los grandes y hondos ríos que hallaban. De esta suerte
anduvieron tres meses por aquellas montañas, pensando que no saldría ninguno
vivo, porque no encontraban ningún camino por el que poder seguir”.
Si, como dice Cieza, Candía, que era un
magnífico soldado, no mostraba madera de líder, las penalidades de aquel
laberinto montañoso minaron por completo el respeto de sus hombres: “Todos
aborrecían ya a Pedro de Gandía por haberles metido en aquel lugar haciendo
caso de los dichos de una india, y llegaron incluso a creer que Hernando
Pizarro les había confiado aquella empresa malévolamente, para que muriesen
todos. Pero Dios nuestro Señor, que en semejantes necesidades suele mostrar su
gran poder, fue servido de hacerles encontrar un camino por el que en breve
tiempo salieron de aquella montaña, sin que ningún español muriese, ni tuviesen
más pérdida que la de algunos caballos despeñados. Y salieron a unos pueblos
que eran de Lucas Martín y de Pedro de Mesa (españoles asentados en repartimientos de indios)”.
(Imagen) ¿Qué fue de los TRECE DE LA FAMA?
Tuvieron el inmenso mérito de quedarse con Pizarro cuando la campaña de Perú
iba a desaparecer. Se convirtieron en una leyenda entre los españoles de las
Indias, pero otra cosa fue su vida posterior. Cinco de ellos han sido completamente
olvidados. Veamos a los demás. ALONSO DE MOLINA se quedó luego (románticamente)
en Túmbez, esperando la vuelta de un viaje de Pizarro a Panamá, y lo mataron
los indios. PEDRO HALCÓN, otro romántico (y enamorado de una cacica), se
trastornó de tal manera que tuvieron que encerrarlo en el barco y no le dejaron
volver a Perú, muriendo poco después. De los éxitos y el triste final de PEDRO
DE CANDÍA ya hemos hablado bastante. Y también de la cuajada y larga vida del
excepcional NICOLÁS DE RIBERA, un dechado de virtudes. El extraordinario piloto
BARTOLOMÉ RUIZ siguió descubriendo nuevas tierras por la costa del Pacífico,
pero por poco tiempo, ya que murió en 1532. GARCÍA DE JAÉN, además de soldado,
era mercader, y solamente consta que en 1534 salió de Sevilla con mercancías
para las Indias, probablemente compradas con el botín de Atahualpa. ALONSO
BRICEÑO, quizá el más sensato, tomó su parte de ese mismo botín y volvió para
siempre a su localidad natal, Benavente. JUAN DE LA TORRE luchó en todas las
guerras civiles, siempre al servicio del Rey, y tuvo la suerte de morir de
viejo en Arequipa. El registro de la imagen desmiente que, como dicen, partiera
de Sevilla para las Indias con el duro Pedrarias Dávila. Lo hizo dos años más
tarde: “14 de junio de 1516. Juan de la Torre, hijo de Francisco de la Torre e
Isabel de la Torre, su mujer, vecinos de Villagarcía, pasa en la carabela de
Diego Rodríguez”.
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