(391) Pero Cieza recoge otro punto de
vista que era común en aquel tiempo: “También culpan al Gobernador Pizarro de
esta muerte, y lo tienen por pasivo, ya que el Adelantado Almagro estuvo vivo
más de tres meses desde la batalla de las Salinas, y, durante este tiempo, si
él tuviera voluntad de que viviera, podía haber enviado la orden de perdonarlo.
Se dijo entonces que fue Pizarro quien mandó que le cortaran la cabeza, y hasta
cuentan que Hernando Pizarro dijo muchas veces que tuvo para ello el mandamiento
del Gobernador”.
Y comenzó el calvario de Almagro. Su
avanzada edad y su quebrantada salud arruinaron por completo el gran valor
militar que tuvo en tiempos pasados: “Cuando ya estuvo dada la sentencia,
enviole Hernando Pizarro a decir que se confesase, mandando hacer antes una
calle de trescientos hombres armados hasta su prisión para que nadie le pudiese
liberar. Puso mucha guardia sobre las personas de Juan de Saavedra, Cristóbal
de Sotelo, Francisco de Chaves, D. Antonio de Montemayor, D. Alonso Enríquez (veremos
luego su impresionante relato) y otros de los más principales de Almagro,
quien, como Hernando Pizarro le había dicho que quería que se encontrara con D.
Francisco Pizarro, no estaba temeroso de morir. Llegado adonde él un fraile con
la noticia, recibió muy grande alteración Almagro, y dijo que no lo podía creer
y que le rogase a Hernando Pizarro que viniese a verle. Fue a su prisión y le
dijo que ni él era el único que había muerto en este mundo, ni otros dejarían
de morir de aquella manera. Añadió que supiese que el último día de su vida había llegado, y
que, siendo cristiano, temiese a Dios e ordenase su ánima. Le dijo también que,
si perdonándole la vida, pudiera estar el reino en paz, él se alegraría de que
su vejez no acabara con semejante muerte”.
Almagro se hundió en la desesperación: “El
Adelantado, temeroso por oír palabras tan tristes, se angustió de tal manera
que, mirando a Hernando Pizarro, le dijo que por qué quería matar a quien tanto
bien le hizo, y que se acordase de que él había sido el primer escalón por el
que sus hermanos y él habían subido al alto estado en que estaban”. Tenía todo
el derecho para echarle en cara que él fue casi tan imprescindible como Pizarro
para el glorioso éxito de la conquista de Perú, y quiso agarrarse (ilusamente)
a una última posibilidad de salvación: “Le dijo que, por todo ello, no fuese
homicida, y que lo enviase adonde el Gobernador Pizarro, y que, si por su mano
le viniese la muerte, él se conformaría con la calamidad de su fortuna, y que,
si le diese la vida, haría lo que exigía su amistad”. Sin duda también
sospechaba que Francisco Pizarro estaba de acuerdo con que le ejecutaran,
porque propuso algo verdaderamente sensato: “Le dijo a Hernando Pizarro que, si
aquello le cuadraba, que le enviase ante Su Majestad, donde sería castigado si
hubiese cometido delito, y que qué bien le podría venir de su muerte, ni qué
mal le podía causar su vida, pues su cansada vejez estaba tan fatigada, que era
de suponer que podía vivir poco”. Eso era lo que tenía que haber ordenado Pizarro,
como tantas veces se practicó en las Indias cuando se consideraba culpable de
un delito especialmente grave a un importante capitán. Así se hizo, por
ejemplo, con el gran Álvar Núñez Cabeza de Vaca siendo Gobernador del Río de la
Plata, y el Rey lo absolvió de sus acusaciones. Lo de ejecutar a Almagro era ya,
de antemano, una idea fija e interesada de Pizarro y sus hermanos, pero evidentemente
injusta, porque la última palabra debería haberla tenido el Rey.
(Imagen) La muerte de Almagro va a
acelerar el proceso, y a aumentar la
intensidad, de las guerras civiles. La siguiente crisis será consecuencia de la
muerte de Pizarro, terminando este culebrón de las guerras civiles con la de
Gonzalo Pizarro. Habrá una última a cargo de Francisco Hernández Girón, pero
con características diferentes. En un expediente de los méritos del
extraordinario NICOLÁS DE RIBERA (al que he elogiado varias veces), hay un primer
escrito que revela que, incluso después de morir Gonzalo Pizarro, persistía un
clima de inseguridad ciudadana, que le afectaba incluso a él, un hombre generalmente
muy respetado. Le pide al Rey que le dé permiso para ir armados él y dos
españoles o dos negros (esclavos) de su escolta, ya que tenía enemigos. En el
texto de la imagen (año 1553), NICOLÁS DE RIBERA comienza a declararle al Rey sus
méritos, y dice algo sorprendente: no se implicó en ninguna de las guerras
civiles, salvo en la última de Gonzalo Pizarro. Tuvo que tener mucha astucia, y
quizá mucha sensatez, para evitar aquella vorágine, aunque es posible que le
facilitara las cosas el hecho de ser muy respetado como alcalde de Lima. Lo
resumo: “No me hallé en ninguna de las batallas de Don Diego de Almagro el Viejo ni de Don Diego de Almagro el Mozo,
ni del Marqués Don Francisco Pizarro con ellos, e, sin hallarme en las de
Gonzalo Pizarro, me hallé después con vuestro presidente, el Licenciado Pedro
de la Gasca, en el castigo y allanamiento (derrota)
de Gonzalo Pizarro”. Llevaba 30 años en las Indias, y, cuando fue ‘justo y
necesario’ luchar, lo hizo como el mejor soldado.
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