(356) Aunque todo era una farsa, Hernando
Pizarro siguió el teatrillo que a nadie podía engañar: “Se dice que Hernando
Pizarro estaba contento pensando que brevemente podría ir contra los de
Almagro, y, para que los que estaban en el real del Gobernador creyesen que su
deseo era ir a España a llevar el tesoro del Rey, le pidió que tornase a
mandarle que se quedase en Perú porque tendría
que llegar antes la armada, y así poder ir con el tesoro protegido
contra los corsarios. Por dichas razones, el Gobernador Pizarro le tornó a
requerir que no saliese hasta que volviese a mandárselo, e, pareciéndole a
Hernando Pizarro que bastaba para lo que quería, daba muestras de que le
disgustaba quedarse”.
Consumada la simulación, el clima bélico
empezó a calentarse. Lo veremos como si fijáramos la vista en el medidor de
presión de una caldera que va a estallar: “Y luego que esto pasó, Hernando
Pizarro dijo al Gobernador que debía tornar a requerirle al Adelantado D. Diego
de Almagro que cumpliera las órdenes del Rey”. Hacerlo suponía una deslealtad
total, porque le iban a exigir que abandonara el Cuzco, como se había
convenido, siendo así que Pizarro ya había decidido no cumplir su compromiso de
que Hernando Pizarro partiera para España, asunto de la mayor importancia para
evitar la guerra: “El Gobernador llamó a Eugenio de Moscoso, un caballero
principal, e a un escribano llamado Morcillo, a los cuales mandó que fuesen al
valle de Zangalla, y requiriesen al
Adelantado D. Diego de Almagro que obedeciese lo que Su Majestad había proveído
sobre los términos de las gobernaciones, y se saliese de todo lo que él (Pizarro) había conquistado y poblado (el Cuzco incluido), porque, de lo
contrario, le haría responsable de los daños y muertes que pudieran resultar”.
Ante la evidente amenaza de guerra,
Almagro y sus hombres vieron con claridad la gravedad de la situación, y hasta
que habían pecado de ingenuos por actuar
con demasiadas contemplaciones: “Consideraron muy prudente su comportamiento
pasado, y que ahora les convenía mirar su propio interés. Tras tomar consejo de
los suyos, Almagro se limitó a responder a los enviados de Pizarro que él
estaba dispuesto a cumplir lo ordenado por Su Majestad, y que le pedía que
hiciese lo mismo. Cuando partieron, Almagro quedó muy acongojado al ver que le
habían quebrantado lo asentado e por todos jurado. Llamando a Rodrigo Orgóñez y
a sus hombres principales (entre ellos
estaba D. Alonso Enríquez), comunicó con ellos lo que presumía que haría
Hernando Pizarro, porque algunos amigos suyos (de Almagro) le habían escrito desde Chincha que tenía la voluntad
dañada, e que creían ciertamente que iría con todo el poder del Gobernador
Pizarro contra él. Les dijo también que le había pesado ponerle en libertad.
Viendo que ya no tenía remedio lo hecho, entre todos se determinó que Diego de
Alvarado, con algunos de a caballo, fuese a la ciudad del Cuzco y llevase
provisión de Teniente General, y que, teniendo por cierto que el Gobernador Pizarro
venía tras él, tomase los dineros e joyas que se hallasen de Gonzalo y Hernando
Pizarro, y los repartiese entre los soldados”.
(Imagen) Burocracia a tope en medio del fragor de las
guerras civiles. En el constante titubeo de las inacabables negociaciones de
los dos gobernadores enfrentados, Pizarro, tras simular que obligaba
imperiosamente a partir hacia España a su hermano Hernando, envía al capitán Eugenio
de Moscoso (quien morirá pronto batallando) adonde Almagro para exigirle que
abandone el Cuzco. Iba con él, para que levantara acta, ÁLVARO MORCILLO, un
escribano del que apenas queda rastro en los archivos históricos. Esos
funcionarios no arriesgaban su vida luchando, pero podían morir ‘de rebote’, y
sufrían grandes penalidades en las campañas (también los religiosos). Seguro
que guardaba como oro en paño una copia de su solemne nombramiento, hecho por
el Rey el año 1526 en Granada (donde estaba pasando su luna de miel). El
documento tiene cuatro páginas. En el texto de la imagen vemos los amplios
poderes de aquellos funcionarios: “Para que en toda vuestra vida seáis nuestro
escribano público en nuestra Corte y en todos nuestros Reinos y Señoríos”. El
Rey ordena que le tengan por escribano todas las autoridades, citándolas
expresamente: “Infantes, prelados, marqueses, condes, ricos hombres, maestros
de las órdenes y priores, comendadores y subcomendadores, alcaldes de los castillos
y casas fuertes, y los de nuestro Consejo, oidores de nuestras audiencias,
alcaldes, alguaciles de la nuestra Casa y Corte y cancillerías, y todos los
corregidores, asistentes, gobernadores, alcaldes, alguaciles, merinos,
prebostes, veinticuatros (concejales),
caballeros, regidores, jurados, oficiales y hombres buenos de todas las
ciudades, villas y lugares de nuestros Reinos y Señoríos”.
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