jueves, 28 de febrero de 2019

(Día 766) Pizarro, además de no cumplir el trato de que Hernando Pizarro vaya a España, le exige a Almagro que abandone el Cuzco. Gran decepción de Almagro, que pierde toda esperanza de paz.


     (356) Aunque todo era una farsa, Hernando Pizarro siguió el teatrillo que a nadie podía engañar: “Se dice que Hernando Pizarro estaba contento pensando que brevemente podría ir contra los de Almagro, y, para que los que estaban en el real del Gobernador creyesen que su deseo era ir a España a llevar el tesoro del Rey, le pidió que tornase a mandarle que se quedase en Perú porque tendría  que llegar antes la armada, y así poder ir con el tesoro protegido contra los corsarios. Por dichas razones, el Gobernador Pizarro le tornó a requerir que no saliese hasta que volviese a mandárselo, e, pareciéndole a Hernando Pizarro que bastaba para lo que quería, daba muestras de que le disgustaba quedarse”.
     Consumada la simulación, el clima bélico empezó a calentarse. Lo veremos como si fijáramos la vista en el medidor de presión de una caldera que va a estallar: “Y luego que esto pasó, Hernando Pizarro dijo al Gobernador que debía tornar a requerirle al Adelantado D. Diego de Almagro que cumpliera las órdenes del Rey”. Hacerlo suponía una deslealtad total, porque le iban a exigir que abandonara el Cuzco, como se había convenido, siendo así que Pizarro ya había decidido no cumplir su compromiso de que Hernando Pizarro partiera para España, asunto de la mayor importancia para evitar la guerra: “El Gobernador llamó a Eugenio de Moscoso, un caballero principal, e a un escribano llamado Morcillo, a los cuales mandó que fuesen al valle de Zangalla,  y requiriesen al Adelantado D. Diego de Almagro que obedeciese lo que Su Majestad había proveído sobre los términos de las gobernaciones, y se saliese de todo lo que él (Pizarro) había conquistado y poblado (el Cuzco incluido), porque, de lo contrario, le haría responsable de los daños y muertes que pudieran resultar”.
     Ante la evidente amenaza de guerra, Almagro y sus hombres vieron con claridad la gravedad de la situación, y hasta que habían pecado de ingenuos por  actuar con demasiadas contemplaciones: “Consideraron muy prudente su comportamiento pasado, y que ahora les convenía mirar su propio interés. Tras tomar consejo de los suyos, Almagro se limitó a responder a los enviados de Pizarro que él estaba dispuesto a cumplir lo ordenado por Su Majestad, y que le pedía que hiciese lo mismo. Cuando partieron, Almagro quedó muy acongojado al ver que le habían quebrantado lo asentado e por todos jurado. Llamando a Rodrigo Orgóñez y a sus hombres principales (entre ellos estaba D. Alonso Enríquez), comunicó con ellos lo que presumía que haría Hernando Pizarro, porque algunos amigos suyos (de Almagro) le habían escrito desde Chincha que tenía la voluntad dañada, e que creían ciertamente que iría con todo el poder del Gobernador Pizarro contra él. Les dijo también que le había pesado ponerle en libertad. Viendo que ya no tenía remedio lo hecho, entre todos se determinó que Diego de Alvarado, con algunos de a caballo, fuese a la ciudad del Cuzco y llevase provisión de Teniente General, y que, teniendo por cierto que el Gobernador Pizarro venía tras él, tomase los dineros e joyas que se hallasen de Gonzalo y Hernando Pizarro, y los repartiese entre los soldados”.
    
     (Imagen)  Burocracia a tope en medio del fragor de las guerras civiles. En el constante titubeo de las inacabables negociaciones de los dos gobernadores enfrentados, Pizarro, tras simular que obligaba imperiosamente a partir hacia España a su hermano Hernando, envía al capitán Eugenio de Moscoso (quien morirá pronto batallando) adonde Almagro para exigirle que abandone el Cuzco. Iba con él, para que levantara acta, ÁLVARO MORCILLO, un escribano del que apenas queda rastro en los archivos históricos. Esos funcionarios no arriesgaban su vida luchando, pero podían morir ‘de rebote’, y sufrían grandes penalidades en las campañas (también los religiosos). Seguro que guardaba como oro en paño una copia de su solemne nombramiento, hecho por el Rey el año 1526 en Granada (donde estaba pasando su luna de miel). El documento tiene cuatro páginas. En el texto de la imagen vemos los amplios poderes de aquellos funcionarios: “Para que en toda vuestra vida seáis nuestro escribano público en nuestra Corte y en todos nuestros Reinos y Señoríos”. El Rey ordena que le tengan por escribano todas las autoridades, citándolas expresamente: “Infantes, prelados, marqueses, condes, ricos hombres, maestros de las órdenes y priores, comendadores y subcomendadores, alcaldes de los castillos y casas fuertes, y los de nuestro Consejo, oidores de nuestras audiencias, alcaldes, alguaciles de la nuestra Casa y Corte y cancillerías, y todos los corregidores, asistentes, gobernadores, alcaldes, alguaciles, merinos, prebostes, veinticuatros (concejales), caballeros, regidores, jurados, oficiales y hombres buenos de todas las ciudades, villas y lugares de nuestros Reinos y Señoríos”.



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