martes, 19 de febrero de 2019

(Día 758) El Rey ordenaba que, si alguno se había sobrepasado, dejasen las cosas como estaban hasta que él decidiera. Pero no imaginaba que la guerra civil ya había empezado. Pizarro aprovecha la carta del Rey para anular su compromiso de paz con Almagro.


     (348) Lo que ordenaba el Rey era lógico, pero el conflicto venía de que la separación no se había definido con suficiente claridad, como hemos visto una y otra vez. Lo importante de esta provisión (y origen de nuevos problemas) está en el párrafo siguiente: “E porque podría ser que, al tiempo en que esta nuestra carta os fuere mostrada, alguno de vosotros, pensando que nos hacía servicio, hubiese pasado el límite de las gobernaciones, e hubiese conquistado e tomado posesión en algunas tierras que estuviesen en la gobernación del otro, pudiendo nacer por ello disensiones entre vosotros, declaramos e mandamos que los territorios que cada uno de vosotros hubiese conquistado al tiempo en que nuestra carta os fuere notificada, los tengáis en gobernación aunque el otro pretenda que está dentro de sus límites, y el que así lo pretendiere, podrá enviar ante Nos información sobre los límites y del agravio que en ellos recibe, porque, viéndolo, Nos mandaremos que seáis desagraviados y que se haga justicia”.
     La orden de Carlos V era sumamente sensata. Pero, aunque sospechó que Pizarro o Almagro podrían someter a  indios en la gobernación ajena, no imaginó que lo que había empezado era una guerra civil. La carta ya no valía para que los dos contendientes llegaran a un acuerdo.  El nuevo escenario requería una última y contundente intervención de Su Majestad: aceptar provisionalmente a Almagro como poseedor del Cuzco, o mandarle que devolviera de inmediato la ciudad  a Pizarro. Pero ni uno ni otro estaban ya para más dilaciones. Serían jueces y partes en el asunto, calmando su conciencia con autocomplacientes argumentos.
     Y se armó otra vez el revuelo amenazador. Pizarro y sus capitanes acataron protocolariamente la disposición de Carlos V, pero se ampararon en su contenido para decidir, con permiso de Pizarro (que permanecería en la sombra) enviarle una artera misiva a Almagro: “Le decían que ya no tenían por firmes las capitulaciones que acababan de hacer con él, porque, a pesar del juramento solemne que habían hecho, les convenía obedecer una nueva provisión que habían recibido de Su Majestad, y, cumpliéndola como lo mandaba, quedaban libres de los juramentos. Después de haberlo escrito, lo enviaron a Zangalla, y, cuando lo vio el Adelantado Almagro, recibió grandísima pena al ver que los capitanes de Pizarro se salían de lo que estaba concertado con él. Cuando Almagro habló con los suyos, se quejaron de las industrias de Pizarro y de sus capitanes, y le aconsejaron que les escribiese pidiéndoles que se mantuviesen en lo acordado”. También le pidieron a Almagro que  reforzase la vigilancia sobre la prisión de Hernando Pizarro.
     Almagro le envió a Pizarro su carta de queja diciéndole que, si no se ajustaba a  lo convenido, él no se haría responsable de las gravísimas consecuencias. En este despropósito de querer y no poder, prometer y no cumplir, Pizarro le envió a Almagro como respuesta otra carta de la Reina que tenía en reserva (también llevada de España por Peransúrez), en la que no hablaba de la ocupación del Cuzco, puesto que no la conocía, pero sí hacía referencia, y con dureza, a otro hecho anterior, que ya conocemos y conviene recordar.

     (Imagen) Pizarro y Almagro querían zanjar rápidamente y por las armas el lamentable conflicto que iba cogiendo fuerza, pero sabían que corrían el gravísimo riesgo de provocar una carnicería entre españoles y de que el emperador Carlos V les castigara duramente, al vencedor y al vencido, por haber actuado sin su permiso. Aunque era una insensatez, porque provocaron una catástrofe, se aferraron a la esperanza de que, venciendo, serían perdonados por Carlos V. Era la lógica militar de saltarse las leyes  e imponer los hechos consumados. Ese fue el consejo que le dio insistentemente a Almagro su capitán general, Rodrigo Orgoño, veterano de las guerras europeas. No solo le mostraba la rebeldía victoriosa de Julio César al pasar el río Rubicón, sino otra mucho más cercana: la de Hernán Cortés. Era un ejemplo perfecto. Enviado solamente a explorar las tierras mexicanas por Diego Velázquez de Cuéllar, el gobernador de Cuba, el insaciable Cortés se dedicó a conquistar y a establecer poblaciones. Velázquez reaccionó violentamente mandando un ejército para apresarlo (y, probablemente, cortarle la cabeza). Con rapidez fulminante, Cortés pilló por sorpresa a la tropa (muy superior a la suya), y derrotó a su general, Pánfilo de Narváez, hombre desafortunado donde los haya. Quedó tuerto en la batalla y, posteriormente, murió con casi todos sus hombres naufragando al frente de una expedición en las aguas de Florida. Sin embargo, el vencedor Hernán Cortés alcanzó una inmensa riqueza y la máxima gloria, siendo premiado por Carlos Quinto con grandes dignidades, aunque, por rencor o por temerlo, nunca le concedió el título de Gobernador.



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