(348) Lo
que ordenaba el Rey era lógico, pero el conflicto venía de que la separación no
se había definido con suficiente claridad, como hemos visto una y otra vez. Lo
importante de esta provisión (y origen de nuevos problemas) está en el párrafo
siguiente: “E porque podría ser que, al tiempo en que esta nuestra carta os
fuere mostrada, alguno de vosotros, pensando que nos hacía servicio, hubiese pasado
el límite de las gobernaciones, e hubiese conquistado e tomado posesión en
algunas tierras que estuviesen en la gobernación del otro, pudiendo nacer por
ello disensiones entre vosotros, declaramos e mandamos que los territorios que
cada uno de vosotros hubiese conquistado al tiempo en que nuestra carta os
fuere notificada, los tengáis en gobernación aunque el otro pretenda que está
dentro de sus límites, y el que así lo pretendiere, podrá enviar ante Nos
información sobre los límites y del agravio que en ellos recibe, porque,
viéndolo, Nos mandaremos que seáis desagraviados y que se haga justicia”.
La orden de
Carlos V era sumamente sensata. Pero, aunque sospechó que Pizarro o Almagro podrían
someter a indios en la gobernación
ajena, no imaginó que lo que había empezado era una guerra civil. La carta ya
no valía para que los dos contendientes llegaran a un acuerdo. El nuevo escenario requería una última y
contundente intervención de Su Majestad: aceptar provisionalmente a Almagro
como poseedor del Cuzco, o mandarle que devolviera de inmediato la ciudad a Pizarro. Pero ni uno ni otro estaban ya
para más dilaciones. Serían jueces y partes en el asunto, calmando su
conciencia con autocomplacientes argumentos.
Y se armó
otra vez el revuelo amenazador. Pizarro y sus capitanes acataron
protocolariamente la disposición de Carlos V, pero se ampararon en su contenido
para decidir, con permiso de Pizarro (que permanecería en la sombra) enviarle
una artera misiva a Almagro: “Le decían que ya no tenían por firmes las
capitulaciones que acababan de hacer con él, porque, a pesar del juramento
solemne que habían hecho, les convenía obedecer una nueva provisión que habían
recibido de Su Majestad, y, cumpliéndola como lo mandaba, quedaban libres de
los juramentos. Después de haberlo escrito, lo enviaron a Zangalla, y, cuando
lo vio el Adelantado Almagro, recibió grandísima pena al ver que los capitanes
de Pizarro se salían de lo que estaba concertado con él. Cuando Almagro habló
con los suyos, se quejaron de las industrias de Pizarro y de sus capitanes, y
le aconsejaron que les escribiese pidiéndoles que se mantuviesen en lo
acordado”. También le pidieron a Almagro que
reforzase la vigilancia sobre la prisión de Hernando Pizarro.
Almagro le
envió a Pizarro su carta de queja diciéndole que, si no se ajustaba a lo convenido, él no se haría responsable de
las gravísimas consecuencias. En este despropósito de querer y no poder,
prometer y no cumplir, Pizarro le envió a Almagro como respuesta otra carta de
la Reina que tenía en reserva (también llevada de España por Peransúrez), en la
que no hablaba de la ocupación del Cuzco, puesto que no la conocía, pero sí
hacía referencia, y con dureza, a otro hecho anterior, que ya conocemos y
conviene recordar.
(Imagen) Pizarro
y Almagro querían zanjar rápidamente y por las armas el lamentable conflicto
que iba cogiendo fuerza, pero sabían que corrían el gravísimo riesgo de provocar
una carnicería entre españoles y de que el emperador Carlos V les castigara
duramente, al vencedor y al vencido, por haber actuado sin su permiso. Aunque
era una insensatez, porque provocaron una catástrofe, se aferraron a la
esperanza de que, venciendo, serían perdonados por Carlos V. Era la lógica
militar de saltarse las leyes e imponer los
hechos consumados. Ese fue el consejo que le dio insistentemente a Almagro su
capitán general, Rodrigo Orgoño, veterano de las guerras europeas. No solo le
mostraba la rebeldía victoriosa de Julio César al pasar el río Rubicón, sino
otra mucho más cercana: la de Hernán Cortés. Era un ejemplo perfecto. Enviado solamente
a explorar las tierras mexicanas por Diego Velázquez de Cuéllar, el gobernador
de Cuba, el insaciable Cortés se dedicó a conquistar y a establecer poblaciones.
Velázquez reaccionó violentamente mandando un ejército para apresarlo (y,
probablemente, cortarle la cabeza). Con rapidez fulminante, Cortés pilló por
sorpresa a la tropa (muy superior a la suya), y derrotó a su general, Pánfilo
de Narváez, hombre desafortunado donde los haya. Quedó tuerto en la batalla y,
posteriormente, murió con casi todos sus hombres naufragando al frente de una
expedición en las aguas de Florida. Sin embargo, el vencedor Hernán Cortés
alcanzó una inmensa riqueza y la máxima gloria, siendo premiado por Carlos
Quinto con grandes dignidades, aunque, por rencor o por temerlo, nunca le
concedió el título de Gobernador.
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