(196) Cieza nos hace ahora una nueva
reflexión moral, pero esta vez distinguiendo entre lo que deberían ser y lo
que, casi inevitablemente, eran aquellas marchas militares: “Casi todos iban
bien proveídos de indias hermosas y de anaconas (criados) para sus servicios, en tanta manera que pone lástima
considerar cuán caros cuestan estos descubrimientos y cuántos naturales del
Perú han muerto en ellos; aunque también digo que, si no es con demasiado
servicio, o muchos caballos, como solíamos descubrir en la Mar del Norte (costa del Atlántico, donde él había luchado),
por ninguna vía, forma ni manera se podría hacer ninguna jornada, y aun
haciéndose de esta suerte, han sido sepulturas de españoles, pues han pasado en
ellas lo que es asombro y admiración y que nunca hombres tal pasaron ni para
tanto tuvieron ánimos”. Cieza, un hombre que casi siente como nosotros hoy,
sufre por los abusos contra los indios, pero viviendo dentro de aquella
maquinaria infernal, no cree que hubiera podido ser de otra manera, y al mismo tiempo expresa
la mayor admiración por las proezas que vio hacer en campañas tan desmesuradas y
heroicas.
Según se va avanzando en la lectura de los
cronistas, vemos que los dos personajes principales de esta aventura, Pizarro y
Almagro, los que la iniciaron y sufrieron, cada uno a su manera, puesto que se
ocuparon de funciones distintas, están llegando a un punto de soterrada
tensión, porque eran evidentes los indicios de un futuro terremoto demoledor.
No es fácil mantener sin grietas una sociedad de esta envergadura, y menos si
aparecen ‘consejeros’ interesados. Da lástima oír lo que cuenta Cieza a
continuación porque se palpa la angustia de Almagro, quien, además, no tenía, a
diferencia de Pizarro, ningún ser querido que lo apoyara y confortara. Más solo
que la una, sin otro refuerzo que el falso afecto de los buitres que lo
acompañaban: “Antes de que Almagro partiese del Cuzco, habló con Pizarro
diciéndole que a sus hermanos les pesaba por haberle hecho el rey gobernador,
de donde colegía que habían de procurar meter escándalos entre ellos dos,
ciegos de la envidia que tenían; por tanto, le parecía que los debía enviar a
España, dándoles de sus haciendas (la de
Pizarro y la suya) la cantidad de dineros que quisiesen, porque él estaría
muy contento, y sería ocasión de estar siempre en paz. Respondiole Pizarro que
no creyese tal cosa de sus hermanos, porque todos le amaban como a un padre”. A
Pizarro le pudo la preferencia por los deseos de sus hermanos, incluso sabiendo
como Almagro que el futuro era muy amenazante. Nadie mejor que él podía conocer
que sus hermanos odiaban a Almagro.
Llegó entonces el momento de la
emocionante partida, aunque los presentes tendrían sentimientos muy distintos,
unos deseándoles el mayor éxito y otros temiendo que lo consiguieran: “Habiendo
salido ya toda la gente del Cuzco, hizo lo mismo Almagro acompañado del
Gobernador y de sus hermanos y de muchos vecinos de la ciudad, que por le
honrar quisieron salir un trecho de camino hasta que de todos se despidió,
yendo sin parar hasta Mohína”.
(Imagen) En un momento clave, antes de
partir ALMAGRO desde el Cuzco para la campaña de Chile (que resultará muy
dura y un fracaso), se va a sincerar desesperadamente con PIZARRO porque en lo
más íntimo de su alma sabe que su mutuo futuro está seriamente amenazado. Pocos
socios habrá en la Historia que hayan seguido juntos durante tantos años de
ilusiones, sacrificios, inseguridades, esfuerzos, compañerismo y obstáculos
casi insuperables, logrando al final un éxito deslumbrante. Fue necesario hacer
tres heroicos viajes desde Panamá hasta conseguir en Cajamarca el apresamiento
de Atahualpa. Doce años después de que empezara esta odisea, Almagro, sin duda
rememorando la historia de esta vieja e inquebrantable amistad que empezó en
las tropas del temible Pedrarias Dávila, que la continuaron como socios en
Panamá y que después logró la gran conquista, piensa en la carcoma que va a
derrumbarla: los hermanos de Pizarro, especialmente Hernando. No quiere partir
para Chile sin pedirle antes patéticamente a
Pizarro que los mande a España, compensándolos con dinero de su sociedad
y cueste lo que cueste, porque sabe que
lo odian y su influencia va a ser funesta. Pizarro, mintiendo, le contesta que sus
hermanos lo quieren como a un padre. En la despedida, les vendría a la mente el
dramático juramento de eterna amistad que acababan de firmar. Almagro sabía que
era necesario alejar aquella amenaza del tenebroso futuro. Pizarro sabía que no
lo podía hacer. Quizá les quedara alguna esperanza de salvación. Pero no la
hubo.
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