(211) Sin duda las expectativas de Manco
Inca, que esperaba ingenuamente que los españoles le devolvieran la secular autoridad
de los emperadores incas, se habían derrumbado por completo. Estamos ante el
inicio de su rebeldía, que ahora le saldrá mal, pero por poco tiempo, ya que
después su lucha va a ser muy intensa. Veremos cómo, a diferencia de lo que
ocurrió en México, donde, conquistada la capital y caído el imperio, los problemas
con los indios fueron escasos, la situación en el Cuzco se va a ir complicando
de forma extraordinaria, en gran contraste con lo milagrosamente fácil que fue
apresar en Cajamarca a un Atahualpa
rodeado de su impresionante ejército.
La reacción de Juan Pizarro, sabiendo lo
que estaba en juego, fue instantánea: “Mandó a Gonzalo Pizarro (que seguía en un plano secundario) que a
toda furia, aunque la noche fuera mala, oscura y tenebrosa, fuese en
seguimiento de Manco, y que saliese con Alonso de Toro, Pero Alonso Carrasco,
Beltrán del Conde, Francisco de Solar, Francisco Pérez, Diego Rodríguez y
Francisco Villafuerte. Partieron encima de sus caballos a todo correr, y a la
media legua comenzaron a alcanzar a gente que iba con Manco Inca, quien, al oír
el ruido, echó maldiciones contra los que dieron el aviso de que había escapado”.
Andaban desorientados los españoles porque
los indios les daban pistas falsas sobre por dónde huía Manco Inca. Y no tuvieron muchas contemplaciones: “Alcanzaron a
un orejón principal, de los que guardaban la persona del rey, y le amenazaron
para que dijese por dónde iba Manco Inca; negó con constancia la verdad por no
ser traidor a su señor. Gonzalo Pizarro, con ira, se apeó de su caballo y, con
ayuda de los otros, le ataron un cordel en el genital para le atormentar,
haciéndolo de tal manera que el pobre orejón daba grandes gritos diciendo que
no iba por aquel camino”.
Siguieron su nerviosa marcha tras
abandonar al dolorido y fiel orejón; tres de los hombres de Gonzalo Pizarro
pudieron atrapar a un Manco Inca escondido tras un mato, como los conejos: “Manco
Inca había llegado a unas ciénagas, y como hacían ruido los que caminaban con
él, tardó en oír el de los caballos, que ya llegaban tan cerca de las andas
que, con gran miedo, salió de ellas, poniéndose detrás de unas matas de juncos.
Andando uno de los caballos por el lugar donde estaba puesto, creyó que había sido
descubierto, y salió diciendo que era él y que no lo matasen. Los españoles lo pusieron
en las andas tratando su persona honradamente, porque ni una palabra mala ni
descortés le dijeron. Y cuando volvieron, Juan Pizarro reprendió a Manco Inca
su salida, diciéndole que pagaba mal a Pizarro el amor que le tenía; excusose
con decir que Almagro le envió mensajeros para que se fuese a juntar con él y
que, creyendo que no le iba a dar licencia, quiso irse de aquella manera. Juan
Pizarro, con toda blandura y gentil comedimiento le pidió que se sosegase y se
alegrase de la amistad y gracia de los españoles, diciéndole que él bien sabía
que Almagro no le había enviado a tal mensajero. Manco Inca se fue a su casa, y
Juan Pizarro mandó a ciertos anaconas que le tuviesen a ojo de noche y de día;
lo cual podían hacer porque siempre estaban muchos viviendo donde él estaba”.
(Imagen)
Vemos hoy a ALONSO DE TORO ir con Gonzalo Pizarro y otros capitanes en
persecución del huido Manco Inca, quien, más tarde, se quejó de él diciendo que
fue uno de los que le orinaron estando preso. Era también trujillano y se lo
llevó Pizarro a Perú en 1529, cuando
retornó triunfante con las concesiones que le había hecho el emperador. Un
hermano suyo estuvo entre los asesinados por los indios ‘amigos’ en una balsa
en la que los trasladaban desde la isla de la Puná. Alonso de Toro participó en
la captura de Atahualpa, se hizo rico y alcanzó rápidamente un destacado
protagonismo. Nos lo vamos a encontrar pronto luchando en el Cuzco al lado de los Pizarro contra el asedio
de las tropas de Almagro, quien, estando preso más tarde y poco antes de ser
ejecutado, le dijo a Alonso (su guardián):
“Ahora, Toro, os veréis hartos de mis carnes”. Alonso
seguirá para siempre fiel a sus paisanos en las guerras civiles, confiándole
Gonzalo Pizarro un puesto clave al frente de sus tropas. Sin embargo, lo
sustituyó por un militar más eficaz que él pero sin sentimientos humanos (salvo
el de la ambición), Francisco de Carvajal, a quien ya hemos conocido bajo el
merecido apodo de “El Demonio de los Andes”. Dice el cronista Santa Clara que
Alonso se sintió muy humillado, y que “rabiaba, bramaba y gruñía, diciendo
palabras muy recias y escandalosas contra Carvajal”. Con toda seguridad, habría
sido ejecutado junto a Gonzalo Pizarro en la derrota de Jaquijaguana, pero tuvo
antes una muerte menos honrosa: en 1546, lo mató su suegro, Diego González, en
una disputa familiar.
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