(939) Como siempre fue habitual en las Indias,
Hernando de Soto, cuando no contaba con intérpretes o guías nativos (aunque en
este caso el español Juan Ortiz tenía alguna facilidad para entender aquellos
idiomas), apresaba a indígenas, a los que solía tratar bien: "El
gobernador, antes que pasasen el río, mandó a los suyos que, puestos en
emboscadas, prendiesen los indios que pudiesen para llevar quien los guiase.
Prendieron treinta indios, entre chicos y grandes, a los cuales con halagos,
dádivas y promesas —y por otra parte con grandes amenazas de cruel muerte, si
no hacían el deber— les hicieron que los guiasen en busca de otra provincia que
estaba a dieciséis leguas de distancia. Así, llegaron a un pueblo llamado
Ochile, que era el primero de una gran provincia que había por nombre
Vitachuco. Esta provincia era muy grande, y la tenían repartida entre sí tres
hermanos. El mayor de ellos se llamaba Vitachuco, como la misma provincia y el
pueblo principal de ella. Llegado el gobernador a Ochile, vio que el pueblo era
de cincuenta casas grandes y fuertes, porque era frontera y defensa contra la
provincia vecina que atrás quedaba, que era enemiga, pues en aquel reino casi
todas lo son unas de otras. Entró por sorpresa, mandó tocar trompetas, pífanos
y tambores, para causar mayor asombro, y prendieron muchos indios. Luego
atacaron la casa del cacique, donde se encontraba él con mucha gente de guerra,
que la tenía de ordinario consigo para defenderse de los enemigos. El curaca
quiso salir a pelear con los cristianos, los cuales le dijeron que, si se
rendían, les darían muy buen tratamiento, y, en caso contrario, los quemarían
vivos. El curaca se resistía, pero, al amanecer, los españoles le entregaron a
muchos de los que habían apresado, los cuales le certificaron que los extranjeros
eran demasiados, y que debía fiarse de ellos porque a ninguno de los presos
habían tratado mal. Por
las persuasiones se rindió el cacique. El gobernador lo recibió afablemente,
mandó que los españoles tratasen con mucha amistad a los indios, y reteniendo
consigo al curaca, hizo soltar libremente a todos los demás indios, de que el
señor y los vasallos quedaron muy contentos. Entonces, por las persuasiones,
se rindió el cacique. El gobernador lo recibió afablemente, mandó que los
españoles tratasen con mucha amistad a los indios, y, reteniendo consigo al
curaca, hizo soltar libremente a todos los demás indios, de lo que el señor y
los vasallos quedaron muy contentos".
Todo esto había ocurrido habiéndose
adelantado Soto con unos cien de a a caballo y cien de a pie. Estando allí, se
dio cuenta de algo preocupante: "Alcanzada esta victoria, vio que en la
otra parte del pueblo había gran población de casas con gran número de indios, y
le pareció que podían atreverse a quitarles el curaca haciendo algún
levantamiento con todos los señores de la comarca, por lo cual salió del pueblo
y volvió hacia donde se encontraba el campamento de los suyos. Llevó consigo al
curaca, y se juntó con todos sus hombres a tres leguas del pueblo, los cuales
estaban acongojados por su ausencia, pero, con su venida y la buena presa, se
regocijaron mucho. Con el cacique fueron sus criados y otros muchos indios de
guerra que voluntariamente quisieron ir con él".
(Imagen) Empecemos con algunos comentarios
de David J. Weber, en los que, por cierto, tendré que hacerle una crítica por falta
de objetividad. Dice que Juan Ortiz (hasta que murió a finales de 1541) le
resultó imprescindible a Hernando de Soto como intérprete de las lenguas de los
apalaches y de otros pueblos emparentados, todos ellos de las tribus
muscogueanas. Llegó a decir Soto: "Este intérprete nos infunde nueva vida,
pues sin él no sé qué sería de nosotros". Consideraba que su llegada
(escapado de los indios) era señal de que Dios los iba a proteger con especial
cuidado. Todos aquellos pueblos pertenecían a la llamada tradición del
Misisipi, lingüísticamente diversos, pero similares en lo cultural (como los
caddo, cheroqui, chickasaw, choctaw y creek), que habían construido la
civilización más desarrollada del norte de México, en territorios fértiles,
donde abundaban los cultivos, la caza y la pesca. Pero Inca Garcilaso nos acaba
de decir que había constantes enfrentamientos de guerra entre ellos, y el mismo
historiador Weber deja constancia de algo poco idílico: "Las tribus más importantes
sometían a otras más débiles, obligándolas a hacer entrega de muchos
bienes". Luego acentúa la dureza de Soto: "A diferencia de Coronado,
que llevó a su campaña indios mexicanos, a los que trataba razonablemente bien,
Soto capturaba mano de obra esclava a lo largo de su ruta, teniéndolo ya
previsto, pues contaba con cadenas y cepos de hierro para llevar a los presos
unidos en hilera". Este dato lo recoge de un cronista breve y poco
conocido, Rodrigo Ranjel, que iba en la expedición como secretario de Hernando
de Soto. Pero ocurre que, al parecer, se enemistaron los dos, y en su texto
desprestigia a Soto con crueldades que, en aquellos años, hicieron todos los
conquistadores, como fue el caso de Diego de Almagro en su viaje a Chile. Weber
añade otra frase de Ranjel, que, asimismo, señala a Soto como responsable de
algo que, aunque cruel, era habitual: "Los españoles querían también a las
mujeres indias para servir a su lujuria, y las hacían bautizar más para sus
carnalidades que para enseñarles la fe". Las cosas no eran tan simples,
porque también se deseaba bautizar a todos los indios. Existía el pragmatismo
contradictorio de permitir tener una amante india si estaba bautizada, y así,
el nada inhumano Bernal Diaz del Castillo cuenta que Moctezuma le regaló como
compañera a una india azteca.
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