sábado, 20 de febrero de 2021

(Día 1349) Llegados los españoles a Ochile, consiguieron la amistad del esquivo cacique a base de buenas palabras y liberando a los indios que habían apresado.

 

     (939) Como siempre fue habitual en las Indias, Hernando de Soto, cuando no contaba con intérpretes o guías nativos (aunque en este caso el español Juan Ortiz tenía alguna facilidad para entender aquellos idiomas), apresaba a indígenas, a los que solía tratar bien: "El gobernador, antes que pasasen el río, mandó a los suyos que, puestos en emboscadas, prendiesen los indios que pudiesen para llevar quien los guiase. Prendieron treinta indios, entre chicos y grandes, a los cuales con halagos, dádivas y promesas —y por otra parte con grandes amenazas de cruel muerte, si no hacían el deber— les hicieron que los guiasen en busca de otra provincia que estaba a dieciséis leguas de distancia. Así, llegaron a un pueblo llamado Ochile, que era el primero de una gran provincia que había por nombre Vitachuco. Esta provincia era muy grande, y la tenían repartida entre sí tres hermanos. El mayor de ellos se llamaba Vitachuco, como la misma provincia y el pueblo principal de ella. Llegado el gobernador a Ochile, vio que el pueblo era de cincuenta casas grandes y fuertes, porque era frontera y defensa contra la provincia vecina que atrás quedaba, que era enemiga, pues en aquel reino casi todas lo son unas de otras. Entró por sorpresa, mandó tocar trompetas, pífanos y tambores, para causar mayor asombro, y prendieron muchos indios. Luego atacaron la casa del cacique, donde se encontraba él con mucha gente de guerra, que la tenía de ordinario consigo para defenderse de los enemigos. El curaca quiso salir a pelear con los cristianos, los cuales le dijeron que, si se rendían, les darían muy buen tratamiento, y, en caso contrario, los quemarían vivos. El curaca se resistía, pero, al amanecer, los españoles le entregaron a muchos de los que habían apresado, los cuales le certificaron que los extranjeros eran demasiados, y que debía fiarse de ellos porque a ninguno de los presos habían tratado mal. Por las persuasiones se rindió el cacique. El gobernador lo recibió afablemente, mandó que los españoles tratasen con mucha amistad a los indios, y reteniendo consigo al curaca, hizo soltar libremente a todos los demás indios, de que el señor y los vasallos quedaron muy contentos. Entonces, por las persuasiones, se rindió el cacique. El gobernador lo recibió afablemente, mandó que los españoles tratasen con mucha amistad a los indios, y, reteniendo consigo al curaca, hizo soltar libremente a todos los demás indios, de lo que el señor y los vasallos quedaron muy contentos".

     Todo esto había ocurrido habiéndose adelantado Soto con unos cien de a a caballo y cien de a pie. Estando allí, se dio cuenta de algo preocupante: "Alcanzada esta victoria, vio que en la otra parte del pueblo había gran población de casas con gran número de indios, y le pareció que podían atreverse a quitarles el curaca haciendo algún levantamiento con todos los señores de la comarca, por lo cual salió del pueblo y volvió hacia donde se encontraba el campamento de los suyos. Llevó consigo al curaca, y se juntó con todos sus hombres a tres leguas del pueblo, los cuales estaban acongojados por su ausencia, pero, con su venida y la buena presa, se regocijaron mucho. Con el cacique fueron sus criados y otros muchos indios de guerra que voluntariamente quisieron ir con él".

 

     (Imagen) Empecemos con algunos comentarios de David J. Weber, en los que, por cierto, tendré que hacerle una crítica por falta de objetividad. Dice que Juan Ortiz (hasta que murió a finales de 1541) le resultó imprescindible a Hernando de Soto como intérprete de las lenguas de los apalaches y de otros pueblos emparentados, todos ellos de las tribus muscogueanas. Llegó a decir Soto: "Este intérprete nos infunde nueva vida, pues sin él no sé qué sería de nosotros". Consideraba que su llegada (escapado de los indios) era señal de que Dios los iba a proteger con especial cuidado. Todos aquellos pueblos pertenecían a la llamada tradición del Misisipi, lingüísticamente diversos, pero similares en lo cultural (como los caddo, cheroqui, chickasaw, choctaw y creek), que habían construido la civilización más desarrollada del norte de México, en territorios fértiles, donde abundaban los cultivos, la caza y la pesca. Pero Inca Garcilaso nos acaba de decir que había constantes enfrentamientos de guerra entre ellos, y el mismo historiador Weber deja constancia de algo poco idílico: "Las tribus más importantes sometían a otras más débiles, obligándolas a hacer entrega de muchos bienes". Luego acentúa la dureza de Soto: "A diferencia de Coronado, que llevó a su campaña indios mexicanos, a los que trataba razonablemente bien, Soto capturaba mano de obra esclava a lo largo de su ruta, teniéndolo ya previsto, pues contaba con cadenas y cepos de hierro para llevar a los presos unidos en hilera". Este dato lo recoge de un cronista breve y poco conocido, Rodrigo Ranjel, que iba en la expedición como secretario de Hernando de Soto. Pero ocurre que, al parecer, se enemistaron los dos, y en su texto desprestigia a Soto con crueldades que, en aquellos años, hicieron todos los conquistadores, como fue el caso de Diego de Almagro en su viaje a Chile. Weber añade otra frase de Ranjel, que, asimismo, señala a Soto como responsable de algo que, aunque cruel, era habitual: "Los españoles querían también a las mujeres indias para servir a su lujuria, y las hacían bautizar más para sus carnalidades que para enseñarles la fe". Las cosas no eran tan simples, porque también se deseaba bautizar a todos los indios. Existía el pragmatismo contradictorio de permitir tener una amante india si estaba bautizada, y así, el nada inhumano Bernal Diaz del Castillo cuenta que Moctezuma le regaló como compañera a una india azteca.




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