(935) Ahora tenemos en acción al
confidente de Inca Garcilaso, Gozalo Silvestre, quien tantas veces vio a la
muerte cara a cara, y pudo contarlo todo y llegar a viejo: "Gonzalo Silvestre, sin responder palabra alguna, partió de donde el
gobernador, y, de camino, se encontró con Juan López Cacho, natural de Sevilla,
paje del gobernador, que tenía un buen caballo, y le dijo: 'El general manda
que vos y yo vayamos con un recado suyo hasta el campamento'. Juan López
respondió: «Llevad a otro, que yo estoy cansado'. Gonzalo Silvestre le contestó
que con él no disminuía el peligro, y, sin él, no aumentaba el trabajo. Luego
dio espuelas a su caballo y siguió su camino. Juan López, mal que le pesó,
subió en el suyo y fue en pos de él, siendo ambos mozos, pues apenas pasaban de
los veinte años. El peligro que estos dos compañeros llevaban de
que los indios los mataran era tan cierto, que ninguna diligencia que ellos
pudieran hacer bastara a sacarlos de él, si Dios no los socorriera mediante el
instinto natural de los caballos, los cuales, como si tuvieran entendimiento,
dieron en rastrear el camino que al ir habían llevado, y, como podencos,
hincaban los hocicos en tierra para rastrear el camino, y, cuando habían
perdido la orientación, daban unos grandes soplos y bufidos, que a sus dueños
les pesaba, temiendo ser por ellos sentidos de los indios. Con estas
dificultades, caminaron toda la noche estos dos bravos españoles, muertos de
hambre, pues los dos días pasados no habían comido sino cañas del maíz que los
indios tenían sembrado, e iban alcanzados de sueño y fatigados de trabajo; y
los caballos lo mismo, que tres días hacía que no se habían desensillado, y a
duras penas les quitaban los frenos para que comiesen algo. Mas ver la muerte
al ojo si no vencían estos trabajos, les daba esfuerzo para pasar adelante".
Según cabalgaban, pasaban por zonas en las
que se veía a lo lejos indios danzando y cantando en torno a grandes hogueras,
con tanto ruido, que no podían oír su paso, ni tampoco verlos, porque era de
noche. Llegó un momento en el que Juan López le rogó desesperadamente a Gonzalo
Silvestre que le dejara dormir un rato porque ya no aguantaba más despierto.
Silvestre no tuvo más remedio que ceder, y Juan se tumbó en el suelo casi
cayendo de la grupa como un tronco; pero también Silvestre se quedó dormido
sobre su caballo, y, cuando despertaron, se encontraron con el gran peligro de
la luz del día. "No pudieron los dos jinetes dejar de ser vistos por los
indios, y en un momento se levantó un alarido y vocería, con tanto zumbido y
estruendo y retumbar de caracolas, bocinas y tamborinos, que parecía que los
indios querían matarlos con la gritería sola. Entonces aparecieron tantas canoas en el
agua, que, a imitación de las fábulas poéticas, decían estos españoles que no
parecía sino que las hojas de los árboles caídas en el agua se convertían en
canoas. Los indios acudieron con tanta presteza al paso de la ciénaga que,
cuando los cristianos llegaron a él, ya por la parte alta los estaban
esperando. Los
dos compañeros se arrojaron al agua con gran esfuerzo y osadía. Fue Dios
servido que los caballos y los caballeros saliesen libres y sin heridas, que no
se tuvo por pequeño milagro según la infinidad de flechas que les habían
tirado, pues después vieron que el agua, particularmente en este paso, había quedado
cubierta de ellas".
(Imagen) Sigamos reseñando la trepidante
biografía de PEDRO MENÉNDEZ DE AVILÉS. Así como los españoles fueron
especialmente crueles con los indios en Chile porque los araucanos eran muy
peligrosos y sanguinarios, en la lucha contra los piratas resultaron tan
brutales como ellos, sin el más mínimo detalle de caballerosidad. Llegó un
momento en el que Pedro Menéndez y los suyos quedaron a falta de provisiones, y
la única solución era volver a Cuba para conseguirlas. Pero, como ya vimos,
estaba allí de gobernador alguien que le tenía verdadero odio, Francisco García
Osorio, quien, llegado Pedro a La Habana, le negó hasta el más mínimo socorro,
algo incomprensible tratándose de una campaña puesta al servicio de la Corona.
Regresó sin nada hacia Florida, porque era urgente unirse a una flota que
enviaba el Rey para luchar contra los franceses. De camino pudo liberar a unos
españoles apresados por los indios. Llegado a San Agustín, remató algunos
asuntos urgentes y volvió a Cuba porque el hambre no cesaba. Como Osorio siguió
absurdamente intratable, Pedro vendió una partida de joyas y pudo comprar los
víveres. Ya de vuelta, llegó a San Agustín (ciudad que fundó en 1565) una flota
española, pero, no quedando resuelto el problema del abastecimiento, Pedro,
hombre de soluciones drásticas, se trasladó a España, donde Felipe II le
recibió lleno de agradecimiento por sus servicios y lo llenó de honores, uno de
los cuales, para horror de Osorio, fue el de nombrarlo, además de Caballero de
Santiago, Gobernador de Cuba. De nuevo
en La Florida, se encontró con graves problemas: los indios habían atacado (fue
cuando mataron a los jesuitas), los corsarios franceses ahorcaron a gran número
de españoles y las enfermedades hacían estragos. Pedro se enfrentó a todo
desarrollando una gran actividad en Cuba y en La Florida, donde castigó a los
indios que habían matado a los misioneros, y siguió explorando gran parte de
sus costas y las caribeñas, cartografiándolas. En 1574, el Rey le ordenó que
volviera a España, y lo nombró capitán general de una gran flota que se iba a
dirigir a Flandes, de la que tomó posesión en Santander, pero a los pocos días murió
de enfermedad. En la imagen vemos la estatua de PEDRO MENÉNDEZ DE AVILÉS,
situada en la ciudad que fundó, San Agustín (Florida), orgullo de los 'gringos'
por ser la primera europea fundada en territorio norteamericano.
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