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Tres días después de que recibiera la invitación, el cacique Mucozo fue a
visitar a Hernando de Soto y a sus hombres. Inca Garcilaso sigue extendiéndose
en el relato, y habla ahora de las cortesías que hubo por ambas partes, de la
curiosidad que Mucozo tenía por todas las cosas que veía, de lo cual se reían
con simpatía los soldados, y de su disposición favorable a tener amistad con
los españoles y con su rey; todo ello facilitado por la labor de Juan Ortiz
como intérprete: " Estas
y otras muchas gentilezas dijo este cacique con toda la buena gracia y
discreción que en un discreto cortesano se puede pintar, de lo que el
gobernador y los que con él estaban se admiraron no menos que de las
generosidades que por Juan Ortiz había hecho, a las cuales imitaban las
palabras. Por
todo lo cual, el adelantado (y gobernador) Hernando de Soto y el
teniente general Vasco Porcallo de Figueroa y otros caballeros particulares quisieron
corresponderle al cacique Mucozo en lo que, en agradecimiento por tanta bondad,
le pudiesen premiar. Y así le dieron muchas dádivas, no sólo a él sino también
a los indios nobles que con él vinieron, de lo que todos ellos quedaron muy
contentos. Después de haber pasado estas cosas, estuvo el buen cacique en el
ejército ocho días, en los cuales visitó al teniente general, al maestre de
campo, a los capitanes y a los oficiales de la Hacienda Imperial, con los
cuales hablaba tan familiarmente, que parecía haberse criado entre ellos.
Pasados los ocho días, se fue a su casa. Era Mucozo de edad de veintiséis o
veintisiete años, lindo hombre de cuerpo y rostro".
Al margen de lo anecdótico, Hernando de
Soto no paraba de preparar lo mejor posible su ejército. Bajó a tierra el
armamento y las provisiones, dejándolo
junto al poblado de Hirrihigua, porque era el lugar más próximo a la bahía de
Espíritu Santo: "Luego mandó que, de los once navíos que había llevado,
volviesen los siete mayores a La Habana, para lo que doña Isabel de Bobadilla,
su mujer, dispusiese, quedando los cuatro menores destinados a ser utilizados
por la mar en lo que fuera menester, y los puso bajo el mando del capitán Pedro
Calderón, el cual, entre otras excelencias que tenía, estaba la de haber
militado muy mozo al servicio del gran capitán Gonzalo Fernández de Córdoba".
Se propuso Soto conseguir que el cacique Hirrihigua abandonara su actitud
agresiva. Si los españoles apresaban a alguno de sus indios, se los devolvía
con regalos y buenas palabras para él, insistiéndole en que olvidara los
agravios de Pánfilo de Narváez, pero todo era inútil, "aunque al menos sirvió para mitigar
en parte la ira y rencor que este cacique tenía contra los españoles, lo cual
se vio en lo que diremos luego".
Hirrihigua cambió más tarde de actitud.
Sus indios apresaron a un soldado apellidado Grajales, e inmediatamente envió
Soto a un grupo de soldados para rescatarlo. Fue trabajo fácil, porque pudieron
sorprender a los indios, que salieron huyendo y, además, dejaron a sus familias
desamparadas y a Grajales libre: "Los españoles se regocijaron con él, y,
recogiendo toda la gente que en el cañaveral había de mujeres y niños, se
fueron con ellos al ejército, donde el gobernador los recibió con alegría de
que se hubiese recuperado a Grajales y apresado tanta gente de los enemigos".
Pero el trato que le dieron los indios a Grajales había sido casi de amistad (quizá
Hirrihigua, ya más apaciguado, hubiese dado esas normas a sus indios), y,
al saberlo Hernando de Soto, les agradeció a las mujeres su comportamiento, y
las puso, con sus niños, en libertad.
(Imagen) Lo de Hernando de Soto va a ser
una aventura extraordinaria, pero fracasada. Sin embargo, servirá de trampolín
para otros avances hacia el norte, aunque llegará el momento en que los
españoles aflojarán su empuje, y serán los ingleses quienes se vayan asentando
en las tierras del norte. Hay una dramática
historia que ocurrió en aquellos lugares extremos, protagonizada, no por los
conquistadores, sino por misioneros. En 1561, los españoles capturaron a un
niño indio y lo llevaron a México. Fue bautizado con el nombre de Luis. Se lo
presentaron a Felipe II en Madrid, y luego estudió con los jesuitas. Volvió a
la Habana con unos dominicos, justo cuando el jesuita JUAN BAUTISTA DE SEGURA preparaba
un viaje evangelizador al norte de La Florida, para fundar una misión, que
luego se llamó Santa María de Ajacán (topónimo puesto por los españoles), pero
con la angelical idea de que no tuviera guarnición militar, y los superiores le
permitieron tanta osadía. Llevaba como guía e intérprete al indio Luis, y,
cuando ya estaban cerca de su lugar de origen (del que faltaba desde hacía diez
años), se adelantó para encontrarlo. Luis tardaba en volver, pero, cuando lo
hizo, le acompañaban los guerreros de su poblado, y asesinaron a tres
misioneros que iban a su encuentro. Después los condujo hasta donde estaban los
restantes jesuitas, y mataron a todos, menos a un criado llamado Alonso de
Olmos, al que se lo llevaron consigo, aunque luego fue canjeado por indios
presos. En 1572, los españoles repelieron otro ataque de los nativos, y el
gobernador decidió ir a su poblado para escarmentarlos. Era el gran Pedro
Menéndez de Avilés, fundador de San Agustín, la primera población europea del
actual territorio norteamericano, donde todos los años sus vecinos le rinden
pomposos honores (con bandera española incluida). Aunque no pudieron encontrar
al indio Luis, mataron a veinte guerreros en el ataque, y ahorcaron a otros
siete. En la imagen (diseñada por Crespo-Francés) queda claro el recorrido que
haremos con la expedición de HERNANDO DE SOTO. Línea roja: la enorme distancia
que anduvo el propio Soto, hasta que murió; línea azul: camino de ida y vuelta
(ya desanimados) bajo el mando de Luis de Moscoso; línea verde: bajada con Moscoso
por el Misisipi, saliendo al Atlántico y regresando a México.
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