jueves, 26 de abril de 2018

(Día 678) Cuando fue apresado Hernando Pizarro, mandó a Francisco de Maldonado adonde Enríquez para que consiguiera de Almagro que lo dejara en libertad. (En este punto finalizo la primera parte de la conquista de Perú. Pasados unos dos meses, seguiré con la segunda, la de LAS GUERRAS CIVILES).


     (268) Alonso Enríquez de Guzmán va a entrar ya de lleno en la primera batalla de las guerras civiles. Diré de paso que fue de los pocos que se libraron del desastre porque se volvió pronto a España, aunque, incluso quedándose, quizá su capacidad de maniobra le habría permitido salvar la vida.
     Volveremos a recurrir a Enríquez cuando hable de la muerte de Almagro, porque la describe con verdadero dramatismo. Pero le voy a permitir ahora un refinado desahogo: “Después de que el nuevo gobernador (Almagro) prendió al desaforado, soberbio en grado superlativo y tirano Hernando Pizarro, aquel que, como tengo dicho, ni a Dios ni al Rey tuvo en mucho, a todos los demás en poco y  a mí menos que a nadie, desde su prisión, me envió un criado suyo o solicitador, de nombre Francisco de Maldonado,  para halagarme y rogarme que tuviese piedad de él, que no le fuese contrario ni mirase los sinsabores que me había hecho, sino quien yo era”. Ya vemos que, en medio de sus exageraciones, está mostrándonos lo que en el Cuzco ocurría. Es de creer que  Hernando estuviera buscando aliados entre los del bando de Almagro para que le ayudaran a escapar, pero solo quedaría libre mucho más tarde en un trato nefasto para Almagro. Tampoco miente Enríquez al mostrar a Francisco de Maldonado como un hombre de confianza de Hernando Pizarro, pues también lo será de Gonzalo Pizarro en las guerras civiles, hasta el punto de que lo envió a España con la intención de que le convenciera a Carlos V de que no estaba actuando como un rebelde a la Corona.
     Le vamos a conceder a DON ALONSO ENRÍQUEZ DE GUZMÁN el honor de terminar, con las palabras que acaba de decirnos, esta PRIMERA PARTE DE LA CONQUISTA DE PERÚ. La segunda parte resultará también apasionante, pero profundamente trágica por la desastrosa deriva que tomaron las insensatas guerras civiles. Haré uso de numerosas crónicas y referencias, pero me serviré principalmente de los textos de PEDRO CIEZA DE LEÓN, porque son extraordinarios.
     Aunque volveremos a escuchar  a DON ALONSO ENRÍQUEZ DE GUZMÁN, como he dicho antes, cuando describa  la muerte de Almagro, acentuando la crueldad de Hernando Pizarro, creo que  personaje tan peculiar, excéntrico, valiente y valioso merece que recordemos el comentario que le dediqué hace ya mucho tiempo. En su día, escribí lo siguiente:

     (Imagen) DON ALONSO ENRÍQUEZ DE GUZMÁN se incorporó a la campaña de Perú con mucho retraso, llegando con su hermano Luis a Lima unos tres años después de la muerte de Atahualpa. Aunque con muchas miserias (entre otras, la de ser un descarado gorrón), Alonso fue un tipo fuera de serie. Escribió su autobiografía, que, dada su personalidad estrambótica, no resulta del todo creíble, pero basta lo constatado como real para reconocerle una valía personal de primerísimo orden. Su vida fue tan estrepitosa y agitada como la del Capitán Alonso de Contreras y la de Catalina de Erauso (la Monja Alférez), con la diferencia de que Enríquez de Guzmán, aunque venido a menos en su rama familiar, estaba emparentado con lo más aristocrático de España, y trataba frecuentemente con Carlos V y Felipe II, que le tuvieron en gran aprecio, aunque les cargaran sus mañas de bufón y vividor. Hombre contradictorio, también era religioso a su manera, confiando en el valor del arrepentimiento en la última hora. En una nota confiesa que, al ser nombrado Caballero de Santiago y tener medios para vivir a la altura de la calidad de su persona, ya no necesitaba de su ingenio y su palabrería para ser aceptado en la Corte. Fue un distinguido militar en las guerras de Italia, África, Flandes y Alemania. Siempre se me presenta su figura como la del Falstaff de Shakespeare, pero menos entrañable. Fueron igual de vividores, aunque Enríquez le superó en valentía y en revoltoso. Los dos eran de noble linaje, y los dos se ganaron la amistad de sus inmaduros príncipes herederos, lo que fue visto con gran preocupación por los reyes. Carlos V siempre pensó que tuvo una mala influencia (vertiente juerguista) sobre su joven hijo, el Príncipe Felipe.



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