(145) –Entonces,
caro figliolo, renació el odioso odio al hereje.
-Y en su aspecto más miserable, tierno abad: el motivado por intereses
inconfesables. Los tres poderosísimos jueces habían promovido la denuncia
contra quienes descendieran de judíos o moros condenados por la Inquisición,
pero fue como matar mosquitos a cañonazos: “¡Y en aquel tiempo era cosa de ver
el acusar que acusaban unos a otros, y el infamar que hacían! Y no tuvieron que salir de la Nueva España sino
solo dos: un mercader de Veracruz y un escribano de México”. Después de decir
Bernal que los oidores castigaban pero luego perdonaban u olvidaban, e incluso
que, finalmente, hicieron bien el reparto de indios a los conquistadores, pone
de relieve una de sus mayores lacras: “Lo que les echó a perder fue la
demasiada licencia que dieron para herrar esclavos, porque daban licencia hasta
a los muertos, y las vendían los criados de Nuño de Guzmán, de Delgadillo y de
Matienzo; en lo de Pánuco (gobernación de
Guzmán), herráronse tantos que casi despoblaran aquella provincia”.
Añadamos la dejadez: “Y demás de esto, no estaban en los estrados todos los
días que eran obligados, y se andaban en banquetes y tratando de amores”.
Parece ser que el sádico Nuño tenía una veta sentimental con sus amigotes,
haciéndoles generosos regalos, porque, según Bernal, “era franco y de noble
condición”. Delgadillo practicaba las mismas arbitrariedades. ¿Y Matienzo? ¿Lo
cuentas tú, my dear?).
-Ten piedad, hijo mío: pasa de mí este cáliz, que, no ya el contarlo, sino el
solo oírlo me mata de vergüenza, y, por
él, de pena.
-Te haré el quite, sentimental ectoplasma. En algún momento dirá Bernal
que tu sobrino Juan era el menos indecente de los tres oidores, y el comentario
que hace ahora inspira cierta compasión: “El licenciado Matienzo era viejo (rondaría los 60 años), y pusiéronle que
era vicioso de beber mucho vino, yendo
muchas veces a las huertas a hacer banquetes con varios hombres alegres que
bebían bien; y cuando estaban sentados, tomaba uno de ellos una bota con vino y
desde lejos le hacía con la misma bota huichucho, como llaman a señuelo a los
gavilanes, y el viejo iba como desalado a la bota y la empinaba y bebía de ella”. El caso es que, entre abusos
judiciales y comportamientos poco honorables, se buscaron la ruina, porque el
rey, ¡por fin!, les paró los pies (en qué estaría pensando cuando los nombró).
Te doy el relevo, Sancho, que ya pasó lo peor.
-Le llovieron al rey tantas quejas del desmadre de los oidores, “que
mandó que sin más dilaciones se quitase toda la real audiencia y los
castigasen, poniendo otro presidente y otros oidores que fuesen de ciencia y
conciencia y rectos en hacer justicia. Y dispuso que se fuese a Pánuco para
saber cuántos miles de esclavos habían herrado, y envió Su Majestad al mismo
Matienzo, que a este viejo oidor hallaron con menos cargos y mejor juez que a
los demás (¡menos mal!), ordenando
quebrar todos los hierros y que de allí adelante no se hiciesen más esclavos”.
Nuño, Delgadillo y mi sobrino, conscientes de la ira del rey, mandaron
rápidamente a España a amigos que lavaran su imagen y lo aplacaran, “pero los
del Real Consejo de Indias conocieron que todo iba guiado contra Cortés por
pasión, y no quisieron hacer cosa que
conviniese a Nuño de Guzmán ni a los oidores, y además estaba entonces Cortés
en Castilla e buscaba su honra y estado”. Por su parte, y visto el panorama,
Nuño se marchó de México aprovechando que tenía licencia real para ir a la
conquista de Jalisco. Sabía muy bien cómo iba a acabar la nave, y, como
ejemplar capitán, huyó antes de que se hundiera, dejando tirados, como veremos,
a Delgadillo y a mi sobrino.
(Foto: Parece un dibujo naif, pero recoge muy bien lo que era mi querida
Villasana de Mena a finales del siglo XV. De ahí salimos a enlazar con el mundo
de Indias los dos, yo y mi, a pesar de los pesares, querido sobrino Juan Ortiz
de Matienzo, hombre de mucha valía, pero enredado en el laberinto de la
corrupción sin encontrar la puerta de salida. Me derrite ver ese plano: la
torre de los Velasco, la muralla de la población, mi cuadrado palacio en medio,
y frente a él, la iglesia que mandé construir, a la que adosé en seguida el
convento de mi corazón, el de Santa Ana, donde fue abadesa (que el Señor me
perdone) esa mujer a la que tanto quise, Catalina de la Puente… Y no sigo,
secre, porque se me está quemando de la emoción todo el cableado ectoplásmico).
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