-Fue apoteósico, monseñor: las calles llenas de expectación, agasajos
continuos de todos los caciques y principales, e incluso de los siniestros
sacerdotes: “Vinieron los papas de toda la provincia, que había muchos, con sus
inciensos sahumándonos a todos, y los cabellos muy largos y engreñados, llenos de
sangre que les salía hasta de las orejas, porque en aquel día habían hecho
sacrificios, y traían las uñas muy largas; oímos decir que los tenían por
religiosos y de buena vida”. Luego les llevaron a unos aposentos, donde también
entraron los enviados de Moctezuma. Pero el ‘mosqueo’ era inevitable: “Y aunque
estábamos en tierra que veíamos muy de paz, no nos descuidábamos de estar muy
apercibidos, como era nuestra costumbre”. A un capitán le pareció excesiva
tanta precaución, y Cortés le dijo: “Aunque los indios sean muy buenos, no
hemos de creer en su paz, sino como si nos quisiesen dar guerra, que muchos
capitanes fueron desbaratados por confiarse, y peor estamos nosotros por ser
tan pocos”. Los grandes caciques Xicoténca el Viejo y Maseescasi captaron la desconfianza
y se sintieron ofendidos. Incluso le ofrecieron a Cortés rehenes para que
estuviera tranquilo, “y todos estábamos asombrados de la gracia y amor con que
lo decían, pero respondió que no hacían falta rehenes, y que en cuanto a estar
apercibidos, que siempre lo teníamos por costumbre, y que no lo tuviesen a
mal”. Después dijo el viejo Xicoténcal: “Malinche, para que más claramente
conozcáis que os queremos bien, os queremos dar hijas nuestras para que sean
vuestras mujeres y hagáis generación; yo tengo una hija muy hermosa y quiérola
para vos; y los demás caciques dijeron que traerían a sus hijas”. Y el
reportero del detalle que es Bernal añade: “Como era ciego el viejo Xicoténcal,
con las manos tentaba a Cortés en la cabeza, en las barbas y en el rostro, y se
la llevaba por todo el cuerpo. Y estaba allí presente el padre de la Merced y
Cortés le dijo: ‘Señor padre, paréceme que será ahora bien que demos un tiento
a estos caciques para que dejen sus ídolos y no sacrifiquen’. Y el fraile dijo.
‘Dejémoslo hasta que traigan a sus hijas, y dirá vuestra merced que no las
quiere recibir hasta que prometan de no sacrificar’. Al otro día trajeron 5
indias hermosas…”.
-Sigue, maestro, que la cosa se pone interesante.
-Cortés hizo el teatro que le aconsejó el fraile y les dijo que no
recibiría a las mujeres hasta que renunciaran los indios a sus horribles
costumbres religiosas, “y a las torpedades malas que suelen hacer”. Como si
estuviera en el púlpito de la catedral de Toledo, les adoctrinó a fondo sobre
las creencias cristianas. Y el bueno de Xicoténcal no pudo contestarle otra
cosa: “Malinche, bien creemos que vuestro Dios y esa gran Señora son muy
buenos; pero ¿cómo quieres que dejemos a
nuestros dioses a los que desde muchos años nuestros antepasados han adorado y
sacrificado?; ¿qué harán nuestros papas y todos los vecinos y mozos de esta
provincia sino levantarse contra nosotros?’. Así que dieron por respuesta que no habláramos más de
aquella cosa, porque no habían de dejar de sacrificar aunque los matasen. Y
entonces dijo el padre de la Merced, que era buen teólogo: ‘Señor, no es justo
que por la fuerza les hagamos cristianos. Y aun lo que hicimos en Cempoal,
derrocarles sus ídolos, no quisiera yo que se hiciese aquí hasta que tengan
conocimiento de nuestra fe. ¿Qué aprovecha quitarles ahora sus ídolos de un
adoratorio, si los pasan luego a otro?”. Parece que Cortés titubeaba, porque
solo cedió cuando dos de sus capitanes le dijeron que el consejo del fraile era
muy sensato. Cuesta creer que el prudentísimo Hernán estuviera poniendo en
peligro por segunda vez una valiosísima alianza que tanto esfuerzo había
costado.
(En el mapa se ve claramente que, hecha la paz con los tlaxcaltecas, los
españoles tenían toda su retaguardia pacificada, pudiendo viajar hasta la costa
del Atlántico sin encontrar un solo enemigo; México estaba -casi- al alcance de
la mano).
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