-Habla por ti, mi señor, que yo jugaba en tercera división. Continuemos
en compañía de Bernal, ese ilustrísimo soldado raso. Dice que en la
peligrosísima batalla apresaron a tres indios principales (imaginemos que fuera
para comérselos; se derrumbaría toda la cultura europea, tan amante del ‘buen
salvaje’). Lo que hizo Cortés con ellos fue mandarlos de vuelta a su pueblo
“para que rogaran a los caciques de Tlaxcala que vengan de paz y nos den paso
por su tierra para ir a México”. Pero, aunque tristes y desmoralizados por la
derrota, los indios pensaron que podrían vencer luchando de noche, y Xicoténcatl
lanzó un tremendo ataque por sorpresa, “y como estábamos tan acostumbrados a
dormir siempre calzados y vestidos, y los caballos ensillados y enfrenados, con
todo género de armas muy a punto, les resistimos con las escopetas y ballestas
y estocadas, y de presto les hicimos volver las espaldas; mataron a un indio de
nuestros amigos de Cempoal e hirieron a dos soldados y un caballo”. ¿Fatigoso,
no?
-Y que lo digas, piccolino. A Bernal le viene vivísimo el recuerdo del
estado de ánimo de toda la tropa en aquel preciso momento: “Cuando amaneció,
nos vimos todos con heridas (muchas,
anteriores) y muy cansados, y otros enfermos y entrapajados (vendados con trapos), y ya se habían
muerto sobre 45 soldados, y aun nuestro capitán, Cortés, tenía calenturas. Y
dábamos en pensar qué fin tendría esta guerra, y si acabase, qué sería de
nosotros, porque entrar en México lo teníamos por cosa recia. Y no sabíamos
nada de los que quedaron en la Villa Rica, ni ellos de nosotros”. Y de repente,
soñador poeta, el sin duda enamorado Bernal nos agasaja con una loa a nuestra
india preferida: “E doña Marina, aun siendo mujer de la tierra, qué esfuerzo
tan varonil tenía, que oyendo cada día que nos habían de matar y comer nuestras
carnes con ají (chile mexicano), y
habernos visto cercados en las batallas, y agora todos heridos y dolientes,
jamás vimos flaqueza en ella, sino un muy mayor esfuerzo que de mujer”. Se
queja después de que el cronista Gómara, que siempre ensalza a Cortés, nunca
habla del mérito de los soldados, “sino que todo lo que escribe es como de
quien va a bodas y lo hallábamos todo hecho”. Sigo yo, peque.
-Recordemos que Bernal escribió su magnífico libro al sentirse
‘cabreado’ por la crónica de Gómara, encargada por Martín Cortés para mayor
gloria de su padre. Por eso, sin quitarle ningún mérito al gran capitán (ni
perdonarle merecidas críticas), pone siempre de relieve la heroica contribución
de toda la tropa. Dice después Bernal que mandaron de nuevo un mensaje de paz
con otros tres indios que habían apresado: “Cuando llegaron a Tlaxcala los
mensajeros, estaban en consulta los dos caciques principales, que se decían
Maseescasi y Xicoténcal el Viejo (padre
del apasionado rebelde). Y desde que oyeron la embajada, estuvieron
suspensos un rato, y quiso Dios inspirar en sus pensamientos que hiciesen paces
con nosotros. Y luego fueron a llamar a todos los caciques que había en sus
poblaciones. Y ya todos juntos, les hicieron un razonamiento”. Básicamente, les
hablaron de las buenas maneras de los españoles, que devolvían a los presos, y
de la crueldad con que eran tratados por los mexicanos; y de que lo más
acertado era aliarse con gente tan poderosa en la batalla para poder liberarse del
yugo de Moctezuma. “Y a todos los caciques les pareció bien, y decidieron que
se hicieran paces, y que se avisara a los capitanes que dejaran de luchar”. Cortés y los suyos están
a punto de conseguir uno de sus mayores logros, la llave para alcanzar México.
¿Pero…?: “Enviaron cuatro principales con el mensaje para los capitanes, y
Xicoténcal el (complicado) Mozo no los quiso escuchar, y mostró tener enojo y los trató mal de
palabras”.
(Foto: a cada uno lo suyo; para los mejicanos Xicoténcal se ha
convertido en un héroe del indigenismo, y le han colocado esa estatua en
Tlaxcala, que, desde 1932, se llama Tlaxcala-Xicohténcatl).
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