(1510) GONZALO JIMÉNEZ DE QUESADA,
aceptadas las capitulaciones establecidas para
la excepcional campaña que iría en busca de El Dorado por los
territorios del Amazonas, publicó un bando de enganche que rápidamente dio
buenos resultados, pues se apuntaron de inmediato más de 300 personas, lo que
quiere decir que era considerado como un líder de gran prestigio. A eso había
que añadir la participación de unos 1.500 indios amigos, más muchas mujeres
españolas y mestizas. Añade el cronista que “también se unieron mujeres
aventureras, porque, como estaba previsto fundar poblaciones, iba de todo, con
mucha cantidad de esclavos negros”. La naturalidad con que menciona la
presencia de ‘aventureras’, deja claro que hasta los clérigos veían como cosa
inevitable la prostitución al servicio de los expedicionarios (algo a lo que
raramente se refieren los cronistas). Una expedición de aquel calibre era
sumamente compleja, surgiendo graves problemas a cada paso, y Fray Pedro Simón nos
da el primer aviso: “Salió el Adelantado Jiménez de Quesada (recordemos que
el Adelantado era el que tenía derecho a descubrir tierras) con todo este
aparato desde la ciudad de Santa Fe, y llegaron al Río de Arlare, donde comenzaron
las desgracias, pues, por un asunto sin importancia, un soldado llamado Pedro
de Fuentes mató a otro que se llamaba Francisco Bravo. Estando después
descansando el ejército, salió de inspección el Capitán Soleto, y, cerca del
Río Quejar, se produjo un incendio en el
que se abrasó la tienda que llevaban y lo que había en ella: un barril de
pólvora y otras municiones. Cuando partió todo el ejército, hallaron una
monstruosa culebra de veintisiete pies de largo. Como no se meneaba, los indios
le echaron por la cabeza un lazo, para que la vieran los soldados. Un mozo
mestizo, hijo del Capitán Alonso de Olalla, con poca prudencia quiso subirse
sobre ella, y, apenas levantó el pie para hacerlo, cuando lo tuvo ya metido en
la boca de la culebra, y clavado tan fuertemente, que, aún después de haberla matado,
fue menester meterle una barra de hierro entre los dientes para que soltara al
soldado, que, aunque salió lastimado, no corrió peligro porque la cura fue
rápida”. Estos apuros fueron el aperitivo del inminente desastre. Al contrario
de lo que fantaseaban los fracasados conquistadores anteriores, no había ni
rastro de poblaciones indígenas, ni forma de mitigar el hambre que comenzaban a
padecer: “Además, les sobrevinieron grandes enfermedades, a ellos y a los
animales, tan graves, que los caballos y las vacas se pelaban y caían muertos,
pero, para mayor desgracia, también la gente perecía sin remedio”.
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