domingo, 18 de diciembre de 2022

(1910) Para ir en busca de El Dorado, Gonzalo Jiménez de Quesada preparó una gran expedición, en la que pronto surgieron los dramas. Un soldado estuvo a punto de ser devorado por una serpiente gigantesca.

 

     (1510) GONZALO JIMÉNEZ DE QUESADA, aceptadas las capitulaciones establecidas para  la excepcional campaña que iría en busca de El Dorado por los territorios del Amazonas, publicó un bando de enganche que rápidamente dio buenos resultados, pues se apuntaron de inmediato más de 300 personas, lo que quiere decir que era considerado como un líder de gran prestigio. A eso había que añadir la participación de unos 1.500 indios amigos, más muchas mujeres españolas y mestizas. Añade el cronista que “también se unieron mujeres aventureras, porque, como estaba previsto fundar poblaciones, iba de todo, con mucha cantidad de esclavos negros”. La naturalidad con que menciona la presencia de ‘aventureras’, deja claro que hasta los clérigos veían como cosa inevitable la prostitución al servicio de los expedicionarios (algo a lo que raramente se refieren los cronistas). Una expedición de aquel calibre era sumamente compleja, surgiendo graves problemas a cada paso, y Fray Pedro Simón nos da el primer aviso: “Salió el Adelantado Jiménez de Quesada (recordemos que el Adelantado era el que tenía derecho a descubrir tierras) con todo este aparato desde la ciudad de Santa Fe, y llegaron al Río de Arlare, donde comenzaron las desgracias, pues, por un asunto sin importancia, un soldado llamado Pedro de Fuentes mató a otro que se llamaba Francisco Bravo. Estando después descansando el ejército, salió de inspección el Capitán Soleto, y, cerca del Río Quejar, se produjo un  incendio en el que se abrasó la tienda que llevaban y lo que había en ella: un barril de pólvora y otras municiones. Cuando partió todo el ejército, hallaron una monstruosa culebra de veintisiete pies de largo. Como no se meneaba, los indios le echaron por la cabeza un lazo, para que la vieran los soldados. Un mozo mestizo, hijo del Capitán Alonso de Olalla, con poca prudencia quiso subirse sobre ella, y, apenas levantó el pie para hacerlo, cuando lo tuvo ya metido en la boca de la culebra, y clavado tan fuertemente, que, aún después de haberla matado, fue menester meterle una barra de hierro entre los dientes para que soltara al soldado, que, aunque salió lastimado, no corrió peligro porque la cura fue rápida”. Estos apuros fueron el aperitivo del inminente desastre. Al contrario de lo que fantaseaban los fracasados conquistadores anteriores, no había ni rastro de poblaciones indígenas, ni forma de mitigar el hambre que comenzaban a padecer: “Además, les sobrevinieron grandes enfermedades, a ellos y a los animales, tan graves, que los caballos y las vacas se pelaban y caían muertos, pero, para mayor desgracia, también la gente perecía sin remedio”.




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