(1508) Cuando volvió a Santa Fe el
Contador Juan de Otálora, se encontró con que casi todos los apuros judiciales
que le amenazaban a Don Antonio de Toledo
se habían evaporado. En parte porque era injusto castigarle duramente
por haber fundado la villa de La Palma (19 de noviembre de 1561) contando solo
con la conformidad de sus hombres, pero también porque se había casado con Doña
María de Acevedo, cuñada del Oidor Diego de Villafaña. El único castigo que le
resultaría desagradable fue que le obligaron a financiar una reedificación de la villa de La Palma.
Pero, por otra parte, esto le produciría la satisfacción de que se estaba reconociendo que su iniciativa tuvo
el gran acierto de haber escogido un buen lugar para la primera fundación. No
obstante, le habían impuesto la obligación de abandonar La Palma en cuanto
estuviera rehecha, porque iba a ser sustituido en el mando de la ciudad. Don
Antonio de Toledo cumplió lo ordenado, dejó en condiciones lo esencial de la ciudad de La Palma, y volvió a Mariquita.
Tomó entonces el mando de la Palma Gutierre de Ovalle, llevó a cabo los últimos
remates necesarios, y procedió a reinaugurar oficialmente la ciudad el 16 de
junio de 1563, pero, en un rasgo vanidoso y sentimental, le cambió el nombre,
dándole el de La Ronda, por ser él originario de la malagueña ciudad de Ronda.
Vano intento, porque, desde 1581, sigue llamándose La Palma. Poco después,
Gutierre de Ovalle partió con sus soldados a recorrer los territorios próximos
y dar batalla a los rebeldes indios colimas, resultando feroces los
encontronazos. En uno de ellos, el número de atacantes indios ascendía a más de
seis mil, y el cronista, para no ser tan repetitivo, hace referencia a un hecho
que ocurrió entonces: “Los enemigos iban provistos de flechas venenosas y
macanas, y Gutierre de Ovalle, viendo que necesitaba a todos sus hombres para
enfrentarse a tantos salvajes, preparó las tropas, pero ordenó a ocho soldados
que se quedaran para proteger a Fray Antón, el Capellán del ejército. Comenzada
la refriega, estos ocho vieron que un solo indio, llamado Apidama, había herido
con sus flechas a doce españoles. Entre ellos estaba Martín Garnica, un
valiente soldado vasco, y viendo el indio que no podía servirse del brazo
herido, fue a rematarlo con una macana. Tres de los españoles que estaban viendo
la necesidad que tenía el Garnica de ayuda,
salieron a dársela. El indio iba ya tan ciego a descargar el golpe, que no los
vio llegar, y de esta manera, les fue fácil sorprenderlo y sujetarlo”. La
escena siguió dramática y, en parte, cómica, como veremos a continuación.
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