(118) -Qué
disgusto, cuate, para Velázquez y mi
socio Fonseca.
-Como el gran poeta Miguel Hernández, reverendo padre, balbucearían
lacrimosos: ‘Tanto penar para después morir’. Bernal cuenta el fatal disgusto
del gobernador: “Se le notificó la sentencia en Santiago de Cuba a Diego
Velázquez, mandándole que no pleitease con Cortés, y del pesar cayó malo, y a
los pocos meses murió pobre y descontento (otro
poderoso descalabrado por enfrentarse al gran capitán)”. Bernal hace un
pequeño regate en la historia, y habla de los éxitos personales de los
procuradores que envió Cortés a España: “A Francisco de Montejo le hizo merced
Su Majestad de la gobernación de Yucatán”.
Suponía quitarle a Cortés esa zona mexicana, de lo que nunca protestó,
pero le tocó bailar con la más fea porque los indios de ese territorio maya se
volvieron muy belicosos. Tras mucho tiempo, los pudo someter un hijo natural
suyo, del mismo nombre. Prosiga su merced con otro favorecido.
-Que me place, querido mancebo: me encanta hablar de mi familia. “Y al
Diego de Ordaz, le confirmó Su Majestad los indios que tenía, y le hizo
caballero del Señor Santiago, y le dio por armas el volcán que está cerca de
Guaxocingo (recuerden su machada de subir
a la cima del Popocatepetl). Y después de unos tres años, Ordaz volvió a
Castilla, y le hicieron concesión de la conquista del Marañón, donde se perdió
él y toda su hacienda”. Es raro que Bernal se confunda. Como ya saben vuesas
avispadas mersedes, Ordaz tenía esa licencia, pero se metió en el territorio
controlado legalmente por mi otro sobrino de Indias, el capitán Pedro Ortiz de
Matienzo, que lo apresó; partieron los dos hacia la Corte para zanjar el
conflicto, muriendo Ordaz en el viaje; como el vulgo practica la presunción de culpabilidad,
se llegó a decir que lo envenenó mi sobrino, cosa absurda porque nunca fue
acusado por los herederos. Volvamos ahora a mi sempiterna cruz: Fonseca. Aunque
brevemente, no se priva Bernal de dejar claro que su calvario fue parecido al
de Velázquez: “El obispo Fonseca, si muy triste y pensativo estaba ya de antes
por saber los grandes favores que Su Majestad hacía a Cortés y a todos los
conquistadores, ahora, al conocer la sentencia, cayó malo de ella, y también a
causa de otros enojos que tuvo con un sobrino suyo, que se decía Alonso de
Acevedo, porque le concedieron el arzobispado de Santiago, que él pretendía”. Velázquez
y Fonseca, dos pesos superpesados, fuera de combate: Cortés, radiante
triunfador. Los primeros que llegaron de España con las buenas noticias fueron
Francisco de las Casas (recuerden que fue el que ejecutó a Cristóbal de Olid) y
Rodrigo de Paz (los dos eran parientes de Cortés). Bernal se va a quejar sutil
(pero claramente) de los favoritismos, aunque se une a las celebraciones: “Cuando
entraron en México con las provisiones que hacían gobernador a Cortés, ¡qué
alegrías y regocijos se hicieron, y qué mercedes hizo Cortés al de Las Casas y
al Rodrigo de Paz, y a otros que venían en su compañía, que eran todos de la
tierra de Medellín! Y es que al Francisco de las Casas le hizo capitán, y le
dio luego un buen pueblo, y al Rodrigo de Paz le dio muy ricos pueblos y le
hizo su mayordomo mayor y su secretario, y mandaba absolutamente al mismo Cortés. Y también a todos los que
vinieron de su tierra, Medellín, les dio indios”. Bernal habría sido feliz
fundando un sindicato de los ‘verdaderos conquistadores’, pero en el siglo XVI,
si no estabas ya bien situado, solo quedaba el consuelo del pataleo, y con
educación. Aun así, él había escrito su libro para poner de relieve el gran
mérito de los simples soldados, buscando indirectamente conseguir que brillara
su propia hoja de servicios ante el rey, de manera que se le otorgaran las
mercedes que merecía, muy superiores a las que había obtenido. Por eso termina
de esta manera el presente capitulo: “Según pareció, solamente se procuró por
las cosas de Cortés y las de sus favorecidos, y nosotros, los que lo ganamos y
lo conquistamos y le pusimos a Cortés en el estado en que estaba (no duda en decirlo), quedamos siempre
con un trabajo tras de otro”. Y remata la faena con una airosa verónica: “Y
porque hay mucho que decir sobre esta materia, se queda en el tintero, salvo
rogar a Dios que lo remedie y ponga en el corazón de nuestro gran César (el
rey) que mande que su recta justicia se cumpla, pues en todo es muy
católico”.
(Foto.- Vale, enteradillos: mucho hablar de las miserias de mi protector
el obispo Juan Rodríguez de Fonseca, pero ahí le tienen bien representado en el
cuadro del siglo XIX que pintó Rosales. Tuvo que ser grande su valía para que
fuera testigo en octubre de 1504 del testamento de la muy enferma Isabel la
Católica, poco antes de que muriera. Observémosle serio y enjuto, con ese
gorrito medio papal; dada su autoridad en el reino, fue el primer testigo que
firmó el documento. Un respeto, please).
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